Por Eloy Garza González
No hubo en México promotor cultural más pertinente y pertinaz que Salvador Novo. Al margen de su estrafalaria figura (un gigantón regordete, con bisoñé, cara maquillada, traje cruzado de colores chillantes, dedos de las manos con anillos de piedras preciosas engarzadas), Novo, fue un genio en todos los ámbitos de la cultura en México; un genio incluso para la maledicencia, el chisme y la difamación sarcástica y sin mesura.
Su poesía lírica es vanguardista aún cuando atendía las formas métricas tradicionales; sus crónicas urbanas rebasan en agudeza e ingenio a sus herederos conspicuos como Carlos Monsiváis, porque la prosa de Novo es diáfana y sugestiva.
Antídoto memorable contra la homofobia, Novo fue un Oscar Wilde que terminó no silenciado por las reinas Victorias del sistema político mexicano, sino reverenciado por Gustavo Díaz Ordaz, sepultado a paladas de prebendas y condecoraciones, homenajes y premiaciones. Montó una obra teatral contra la prensa corrupta, “A ocho columnas”, que luego bien pudo actuar siendo el principal cochupero de México.
Su cercanía con el PRI registró -no obstante- ciertas ventajas para la vida cultural del México moderno. Desde el INBA, patrocinó y dirigió obras teatrales de jóvenes maestros como el gran Emilio Carballido.
El 22 de enero de 1953, Novo inaugura La Capilla, un escenario teatral para montar obras de dramaturgos contemporáneos (en un principio lo pensó como cine de arte). Al lado levantó su restaurante El Refectorio. La gente gozaba como espectadora y comensal. Yo mismo suelo cocinar a veces un platillo fusión que Novo inventó para empatar la cocina italiana con la mexicana: “pasta al huitlacoche”.
El propio Novo estaba al tanto de los montajes y el menú. De ambas disciplinas era un artista consumado. Lo mismo para las relaciones públicas: no era amigo del Presidente de la República y su gabinete; ellos buscaban ser amigos suyos (“Si yo tuviera tiempo, escribiría/ mis memorias en libros minuciosos;/ retratos de políticos famosos/ gente encumbrada, sabia y de valía”). Novo se dejaba querer y corromper.
Al terminar su jornada, Novo salía a la calle Donceles, vestido de china poblana, en pos de ruleteros, albañiles y gendarmes (“Que los sabios disponen de mi día/ y me aguarda en la noche clamorosa/ la renovada sed de un policía”). Sus memorias eróticas, qué tituló “La estatua de sal”, son un canto a la liberación gay con un poderío estético muy vigente.
Sorprende que, pese al influyentismo de Novo, sus contactos del más alto nivel y el don innato para amedrentar al prójimo, sus quejas eran las de cualquier propietario típico de un teatro o restaurante: “Las diarias funciones, es de suponer que nutran al Refectorio, que habré de abrir por las noches, con todas las monsergas consiguientes de más personal, pianista, bodega surtida y eventuales visitas de inspectores en busca de mordida”. Del moche no se libraba ni el más reputado y temible literato mexicano.