Por Eloy Garza González.
Cierto joven reportero fue obligado a arruinar la reputación de cierto Secretario de Salud (soltando el chisme de que mató a su esposa) porque no pagó el chayote correspondiente al periódico, eliminó la nómina secreta de los reporteros de la fuente, quiso acabar con el monopolio de proveedores de medicamentos y canceló los contratos chuecos en la construcción de un hospital público. Así se ganó la venganza “de quien manda”. El joven reportero no quiso prestarse al evidente ilícito.
Empeorando las cosas, un diputado federal, enemigo del Secretario, pagó a dicho periódico para que hundiera al honesto rival de su grupo político, consciente de que en la grilla mexicana, la muerte física no es nada comparada con la muerte civil. La editora del suplemento de sociales, apéndice del mismo periódico, apreciaba al joven reportero pero debía ponerse del lado del dueño del medio con quien tenía, por cierto, “sus quereres”.
Otro periodista decano, más versado en la práctica del chayote (su frase célebre es “no me importa que me odien con tal de que me teman”) recriminó al joven reportero que se negara a escribir tamaña difamación, cosa normal en el oficio pasquinero, aunque en el fondo, también admiraba la verticalidad del joven reportero. El viejo periodista reconocía el “ejercicio lucrativo de la prostitución de la palabra degradada a llenar cuartillas, columnas, planas hasta hacerla efímera, vacua, escandalosa y comercial”.
Para apaciguar su rebeldía, el dueño del periódico dejó que el joven reportero escribiera el reportaje a su gusto, lo firmara con su nombre en primera plana, pero terminó por publicarlo corregido por otro redactor más venenoso, al cabo “quien firma el reportaje es lo de menos. El periódico es lo importante”.
Cuando se enteró de ser usado, el joven reportero sufrió un ataque de ira e impotente, delante de medio mundo, la emprendió a golpes y patadas contra el dueño del periódico que lo despidió al instante, aunque curiosamente sin levantarle cargos. Aceptó sin chistar los gritos del joven reportero que lo acusaba de hacer amarres con el gobierno, al igual que los demás pasquineros “que los subvenciona y los compra y calla retacándoles el hocico de billetes”.
Leo los pormenores del caso y no puedo menos que coincidir con el reportero que subrayó “el asco de la mafia que desde la impunidad de sus escritos maneja y deshace reputaciones y prestigios; que falsea la verdad, que calumnia y miente con el mayor descaro, porque al final, con arrinconar una rectificación, si llega a ser preciso, con eso han cumplido”. Por supuesto, conozco más de un pseudo periodista, vanidoso como él solo y pollo pelón bien amaizado a su hora, que se presta a la cobardía de no rectificar siquiera sus insultos personales.
El nombre del joven reportero es Carlos, el dueño y director del periódico se llama Alfonso, el diputado federal se apellida Gómez y el Secretario de Salud es el doctor Fernández. La editora del suplemento de sociales se llama Marta Crespo y todos son personajes de la obra de teatro “A ocho columnas” del gran polígrafo mexicano Salvador Novo, montada el 2 de febrero de 1956, bajo la dirección del propio autor.
Desde luego, es un alivio pensar cómo el oficio del periodismo ha cambiado tanto desde que se estrenó esta obra de teatro, a mediados de los años 50, frente a la prensa impresa y por Internet, tan objetiva y honesta, que se publica ahora en Nuevo León.