La primera vez que escuché el término intelectual, fue por boca de mi padre. Yo era muy niño, cuando mi padre, que tocaba la guitarra y era la segunda voz de un trío en Monterrey junto con Jesús Ríos (primera voz) y Julio César Leal (tercera voz y requinto), me llevaba al Mingos, la legendaria cantina regiomontana de músicos de alquiler, buscando contratos para tocar en serenatas, bodas y quinceaños.
Mi padre alardeaba como hazaña suya, que una noche me dejó encargado ahí con su amigo Chuy Ríos, para ir al baño a hacer una “necesidad fisiológica” (así se decía en aquel entonces) y se topó en los mingitorios nada menos que con José Alvarado. “¿Y usted que anda haciendo por acá, don Pepe?” le preguntó. “Orinando, ¿que no ve”. Y mi padre, sin desaprovechar una buena ocasión para joder celebridades, insistió: “Sí, obvio, pero yo más bien quería saber qué hace usted de nuevo en Monterrey”.
Dado que don Pepe era de temperamento fuerte y reacio, le contestó: “Nunca me he ido; yo no se por qué sale usted con que me fui”. Para mi papá era un mérito extraordinario sacar de sus casillas a un intelectual. Y esa noche lo consiguió. Aunque enfadar a don Pepe no era ningún reto, porque se la pasaba encabronado.
“¿Pero qué es un intelectual, papá?” recuerdo que le pregunté, mientras jugaba con el aserrín húmedo, tirado en el suelo. “Un hombre que vive de pensar y le pagan por decir ocurrencias”, sentenció mi padre, fuerte y claro, para que lo alcanzara a oír don Pepe que tomaba solo en la mesa contigua.
Julio César Leal (acaso el único intelectual que estaba esa noche en el Mingos, además de don Pepe), guardó silencio, Chuy Ríos puso cara de no entender nada, porque su mundo era la guitarra y los boleros, y yo me grabé de por vida la definición de intelectual, porque todo lo que dijera mi papá en ese entonces para mi era dogma de fe (después me llegó la adolescencia y ya no volví a creerle nada).
La sentencia de mi padre era, a todas luces, una broma. Pero Sigmund Freud descubrió que en el fondo de cualquier chiste late el subconsciente. En aquellos años, y quizá hasta finales del siglo XX, el intelectual era considerado en México una celebridad. Se reverenciaba a la gente “que pensaba”, así se viera públicamente con sorna a los “pensantes”.
Pero eso se acabó: el lugar de los intelectuales lo ocupan youtuberos, instagramers y otros especímenes del mismo mundo animal. A la definición “un hombre que vive de pensar y le pagan por decir ocurrencias”, hay que quitarle la primera parte de la oración: ya no se vive de pensar y cada vez se dicen más ocurrencias. Así andan las cosas en el México moderno.