…llena mis oídos, hazme una caricia
que me haga temblar,
pégate a mi cuerpo en este momento,
deja que tu ropa pueda desnudar.
Mario Ortiz, Háblame en la cama
Hoy es martes cinco de marzo. Para el santoral católico es, entre otros, día de Kierano, Lucio y Virgilio. Allá ellos y muchos parabienes. Para el mundo occidental, hoy culmina la aparentemente interminable fiesta del pecado, que comenzó el jueves graso. La fiesta de la carne, vamos.
El martes de carnaval.
En Río de Janeiro o Venecia, en Veracruz o Barranquilla, La Habana o Santa Cruz de Tenerife, Maguncia o Recife, en casi todo el mundo es la fiesta del desenfreno carnal, desde el amanecer hasta las doce de la noche. Al menos teóricamente; pero a mí me consta que en las calles de Nueva Orleans a las doce de la noche en punto comienzan los bomberos con manguera de alta potencia a barrer las calles llenas de vasos a medio beber y condones a pleno usar, mientras las emborrachadurías ya han cerrado.
Durante todo el día y la noche la gente se ha embriagado, ha pecado y ha escondido sus debilidades humanas en desenfreno, tras las bellísimas máscaras venecianas que la Commedia dell Arte nos heredó en el teatro y las fantasías que esplendorosas desfilan por el sambódromo de Brasil o el malecón de Mazatlán.
La fiesta tiene sin duda raíces paganas en las bacanales, las saturnales, las lupercarias y las egipcias en honor al buey Apis, pero es la católica cuaresma, que se inicia mañana con el miércoles de ceniza, la que da a la fiesta congruencia moral e ideológica.
Mañana comienza, para los cristianos, el periodo de cuarenta días de supuesta meditación y arrepentimiento para recordar que un día hemos de convertirnos en polvo como aquello de lo que provenimos, para culminar en la máxima celebración de Jesús, que es paradójicamente la memoria de su sufrimiento y muerte. Pero antes de entrar en esa penitencia, hay que celebrar la carne: una especie de despedida de soltero antes de entrar en el virtuoso matrimonio.
Hay una curiosa obsesión religiosa con el número cuarenta, como la hay en otros aspectos de su numeralia. Cuarenta días sufrió ayuno el rey David luego de que su hijo del adulterio con Betsabé enfermara mortalmente; cuarenta años marchó el pueblo de Israel a la tierra prometida; cuarenta días duró el diluvio y cuarenta días se retiró Jesús al desierto para vencer las tentaciones de Satanás. Cuarenta días dura el puerperio, en los que el hombre no debe tocar mujer después del parto.
Como sucede con todas las tradiciones que nos son impuestas, los humanos acomodamos la cuaresma para aprovechar lo mejor que se pueda de ella. Una versión acomodaticia del ayuno, que se observa teóricamente desde el siglo cuarto, lo redujo a suprimir de la mesa la carne roja, últimamente sólo los viernes; aunque todas las prohibiciones alimentarias del Medio Oriente –cualquier religión– tiene que ver con hábitos de salud e higiene, la vigilia cuaresmal nos hace retornar a las delicias del mar. Cuando los precios lo permiten.
Como sucede con todas las tradiciones, se conserva lo grato del pecado y se olvida lo esencial de la penitencia. Por eso hoy en México, lamentablemente, cada vez menos aunque cada día seamos más pecadores, hoy es la fiesta de la carne. Como dicen los españoles: ¡Viva la Pepa!