Por Félix Cortés Camarillo
Si hay una cualidad de Andrés Manuel López Obrador sobre la que más insista, con justa razón, es su terquedad. En el breve lapso de su ejercicio del poder ha dado muestras sobradas de que cuando se casa con una idea no hay fuerza que le haga cambiar de parecer, salvo en ocasiones excepcionales en las que el pragmatismo le indicó recular al menos un par de pasos, generalmente formales.
Más de un observador de la presidencia de López Obrador ha señalado con alarma el peligro que implica una de sus principales obsesiones en el mando: la centralización de todo el poder en sus manos. Engolosinado por la mayoría relativa que su fuerza política ha conseguido en el Congreso, debida al hartazgo que los abusos o ineficiencia de pasadas administraciones generaron entre los mexicanos, el Presidente está convencido de que la concentración del poder es la única manera de evitar que caiga en manos corruptas o pueda tropezar con la tentación de retrocesos peligrosos.
Una de las primeras medidas ejecutivas en ese sentido fue la designación de super delegados del centro en cada estado de la Federación, en una fallida sustitución del enorme aparato burocrático que las secretarías de estado dejaron crecer o propiciaron su crecimiento. Un representante presidencial con el poder múltiple y la imposible función de resolver problemas locales lo mismo de educación que de seguridad, de comercio que de urbanismo devino un poder alterno que hace sombra a los gobernadores y no ha dado resultados palpables ni en la marcha de la administración pública ni en la cacareada austeridad republicana: para lo único que ha servido es para correr a funcionarios de mediano rango que no encajaban en el proyecto político de los delegados, predestinados en la mayoría de los casos, a representar a Morena en la sucesión de los gobiernos estatales, cuando se ofrezca.
A propósito del conflicto magisterial, que no tiene visos de solución para desgracia de nuestros educandos y el futuro de este país, la solución apuntada por el Presidente es que si no va la reforma educativa que él propone, de todos modos se abroga la reforma de Peña Nieto y se regresa a la etapa anterior. Lo único que no cambiará es que los dineros para los maestros, los sueldos, se manejarán desde Palacio Nacional. O la Secretaría de Educación, que para el caso es lo mismo.
De manera similar se “federalizarán” los servicios de salud pública, para evitar los trastupijes que se hacían -todo siempre en el remoto pasado que ignora mencionar el sexenio reciente anterior- en la compra de medicinas a laboratorios consentidos del poder.
Con el argumento de liquidar las prácticas del neoliberalismo se cae con frecuencia en ella. Concebir al gobierno como una corporación centralizada es lo más parecido al capitalismo voraz.
“Porque lo digo yo” solía decir mi madre cuando objetábamos alguna de sus instrucciones u órdenes. Y así era.
El problema es que los ciudadanos de un país no somos ni niños chiquitos ni mascotas a los que hay que dar un premio cuando den dócilmente la manita.