Por Félix Cortés Camarillo.
Comprende que mi amor burlado fue tantas veces
que se ha quedado al fin mi pobre corazón
con tan poquita fe.
Bobby Capó, Con Tan Poquita Fe
Para todos los mexicanos está perfectamente claro que el cotidiano seguimiento, por mandato de oficio, de las conferencias mañaneras de prensa del presidente López, dista mucho de constituir un deleite. Prueba de ello es que la curiosidad inicial, que llevaba a un cierto número de gente sin qué hacer a las siete de la mañana a sintonizar los canales que con mucho interés comenzaron a transmitirlas íntegras en las primeras semanas ha desaparecido, de la misma manera que el interés de los radiodifusores disminuyó. A la fecha hay que acudir a los canales que el gobierno se ha apropiado entre los que le pertenecían realmente y los que tienen un estatus confuso, como el canal del Politécnico Nacional.
Además de lo aburrido que lo cotidiano aporta, el tono doctrinario y carente de dramatismo hace que el catecismo según san Andrés resulte soporífero. A ello hay que añadir que el ejercicio tautológico de temas y planeamientos –“no somos los mismos, esto ya cambió, nos dejaron un cochinero, yo tengo otros datos y mis adversarios solamente buscan la ruina de México”, por citar algunos- es un tiovivo de frases hechas y conceptos prefabricados que no se discuten. Son dogmas de fe que se aceptan o se aceptan.
Hay muchos observadores de la realidad que tenemos una actitud crítica hacia los dichos y los hechos de la administración de López Obrador. Muchos de nosotros estamos convencidos de que el presidente es un hombre de buenas intenciones, patriota, con las mejores intenciones para el progreso de nuestro país y para el mejoramiento de los mexicanos más necesidades. No coincidimos en los métodos por medio de los cuales trata de alcanzar sus objetivos, pero estamos de acuerdo en sus metas. También nos damos cuenta de la principal falla que su personalidad, que es la soberbia. Está tan absolutamente convencido de que es poseedor de la verdad absoluta y no admite que alguien que no coincida con sus puntos de vista pueda tener razón. Andrés Manuel López Obrador escucha; el problema es que no hace caso.
Y yo quisiera, sinceramente creer en su evangelio. Estar convencido de que la corrupción ya terminó; que la economía y el país van muy bien, requetebién y que por eso la paridad peso-dólar no ha colapsado; que vamos a llegar a una tasa de crecimiento del cuatro por ciento en este sexenio; que el Tren Maya será el equivalente a un Disneyland para los yucatecos y el corredor transístmico hará florecer la zona paupérrima en donde dice que se construirá; que la refinería de Dos Bocas se construirá; que se hará en el precio y el plazo que promete; que rendirá el petróleo que anuncia. Quisiera creer que no está comprando votos a futuro con sus becas con gorgojo y apoyos a los jóvenes que construyen nuestro futuro y campesinos que están sembrando esperanzas en lugar de amapola en el campo; que puede pacificar a Trump sin tener que ponerse de rodillas y que los centroamericanos verán la luz de la prosperidad mucho antes que muchos mexicanos.
Yo amo a mi país y quisiera creerle al presidente. Pero yo y muchos paisanos míos nos hemos convertido en hombres de poca fe.