Por Eloy Garza González.
En enero de 1958, el Partido Comunista Mexicano decidió en sesión solemne nombrar a un candidato para la Presidencia de la República.
Con ese fin, los marxistas-leninistas, eligieron al perfil idóneo que los representara para el egregio cargo y de ganar la contienda electoral (simbólica, testimonial, claro está, porque no estaban legalizados), llevar el credo comunista a Palacio Nacional.
El candidato elegido por el Partido fue un viejo general revolucionario, villista, medio ido y pensionado que, para mayores señas, respondía al nombre de Miguel Mendoza López.
Eufórico, el ex militar aceptó el cargo. Rindió protesta, y después tomó la palabra en el Teatro Lírico, atestado por la plana mayor del comunismo mexicano.
Con retórica ardorosa, don Miguel soltó de su ronco pecho: “Compañeros, me da mucho gusto estar con ustedes, y les trasmito una preocupación que guardo muy honda en el pecho; hay un peligro, compañeros, un enemigo de todos los mexicanos, de la patria, de México, al que debemos enfrentarnos con coraje; hablo de esas serpientes venenosas, los comunistas, los subversivos, los envenenadores del alma del pueblo. ¡Compañeros, detengamos el comunismo antes de que destruya al país!”.
El general Mendoza López esperó el estruendo de aplausos que no recibió. Imperó un silencio incómodo. Puso cara de consternación, como diciendo: “se me hace que metí la pata”.
Los comunistas presentes lo miraron con frialdad, pero, contra lo que pudiera pensarse, no le quitaron la candidatura, aunque a lo largo de toda su campaña presidencial no le volvieron a dar la palabra en ningún mitin. Sus razones tendrían. ¿Alguna moraleja para el México presente? Se las dejo de tarea a los lectores. Pero eso sí, nunca debe uno asociarse con quienes son sus enemigos naturales, porque luego sale uno con sorpresas. Y eso a nadie le gusta. ¿Verdad, Andrés Manuel López Obrador?
@eloygarza