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El suicidio asistido que pidió un sacerdote inolvidable

Por Eloy Garza González.

“Así que quieres fundar una asociación por el derecho a morir dignamente. Lo que pretendes es legalizar el suicidio asistido. Soy abogado, pero también católico y no comparto tu creencia”.

Mi asesor legal era un hombre de fe, un creyente fundamentalista. “¡Pero si lo hago a partir del evangelio!” le contesté. “Me inspiré en un viejo amigo de mi familia en Reynosa, Tamaulipas: Amando Martín Benito, el Padre Bigotes. Era vasco, de Sanfuentes, Vizcaya, y había emigrado a México en 1982. Decía tener “dudas razonables” sobre las apariciones de la Virgen de Guadalupe, y como castigo, el Obispo lo mandó de párroco a una capillita guadalupana en medio del desierto fronterizo.

Le conté a mi abogado que al Padre Bigotes lo conocí en 1983 en la capilla ubicada frente a mi casa. En aquel domingo memorable sólo yo de mi familia asistí a misa y apenas terminó crucé corriendo la calle para contarle a mis papás la buena nueva: “Hoy vino un cura chaparrito, flaquísimo y güero que en vez de queridos hermanos nos dijo pendejos, regañó a mentadas de madre a las mujeres que no atienden a sus maridos y usa el bigote más grande que yo haya visto en mi vida”.

Apenas terminé de narrarle a mis padres mi historia alucinada, cuando el Padre Bigotes se apersonó en nuestra cochera, nos saludó con voz cavernosa, sacó un cigarro, pidió una cerveza y se sentó a platicar con nosotros, en una charla continua que duró más de diez años hasta el día en que ya de viejo perdió la salud y acaso la razón al mismo tiempo.

Mientras me escuchaba, el abogado hojeó leyes y códigos. El Padre Bigotes se sentaba en el sillón de su casa parroquial, a ver el partido de los Lakers por televisión. Decía que en los años setenta la iglesia de Guadalupe, donde era párroco, fue una capillita de tablones podridos. Entonces, con la ayuda de mi padre, el cura bigotón levantó una Iglesia enorme, de la nada, para beneficio de cientos de fieles de Río Bravo. Todo en menos de un año.

Al final del juego de la NBA, el Padre Bigotes me hablaba de su madre: la artritis le había deformado los dedos de la mano, pero su madre seguía lavando con los muñones la ropa de sus hijos. Y recordaba a su hermano mayor que fue soldado falangista. En mitad de la batalla, a trescientos metros, podía divisarse una ametralladora de sus enemigos, los republicanos. El sargento pidió un voluntario que fuera tras ella. El hermano del Padre Bigotes no se decidió por valiente sino porque su madre les había enseñado a los dos hijos que cuando nadie quiere hacer algo, uno tiene que apuntarse cueste lo que cueste. Fue por la ametralladora y de milagro salvó la vida.

A su regreso al pueblo de Sanfuentes, lo homenajearon como héroe nacional; se bebió esa misma noche con su hermano menor dos botellas de jerez en un hostal y de vuelta a casa, el pobre cayó en una zanja y quedó parapléjico para siempre.

“¿Y por el hermano del dichoso Padre Bigotes pretendes legalizar el suicidio asistido?” Mi asesor legal cerró el último de sus ejemplares de código civil. “Te aclaro que en México dejamos morir a muchos pacientes por falta de medicamentos o una buena hospitalización. Pero a eso le llamamos eutanasia pasiva”.

Los sábados de Pascua, para ahorrarse la fastidiosa bendición del agua en jarros y vasos que llevaban los vecinos, el Padre Bigotes solía comprar cuatro tanques de polietileno para llenarlos con una manguera hasta el borde y tras bendecir cada recipiente decía a la multitud atónita: “ahora sí, despáchense a gusto”.

“No es por el hermano parapléjico” le aclaré a mi abogado. “Es por la memoria del propio Padre Bigotes”. Al final de sus días, construyó su asilo en Río Bravo, “Hogar Quietud”, y se fue a vivir ahí. Murió en junio de 2011, protestando ante el mundo porque su agonía le resultaba indigna, urgido en conseguir medicamentos paliativos y una buena asistencia médica.

¿Acaso no merecen todos los seres humanos, como él, elegir su destino final y dimitir cuando la vida se degrada más allá de ciertos límites? ¿No es parte de su libertad como personas? ¿Y no podemos dedicarles una mínima empatía compasiva a los enfermos que sufren sin esperanza alguna?

@eloygarza

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Autor: lostubos
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