Por Félix Cortés Camarillo.
Yo no creo que tan solo
vinimos al mundo a sufrir y a llorar…
Los Panchos, Dilema.
Si la criminología fuese una ciencia exacta, Donald Trump debiera ser juzgado como autor intelectual de la masacre de El Paso, Texas, el sábado pasado. Y de los asesinatos en Dayton, Ohio y por las decenas de crímenes de odio que han tenido lugar en el país vecino: cerca de 300 tiroteos masivos en un solo año.
No se trata de una reacción motivada por la víscera ante la ola de salvajismo a la que nos tiene acostumbrados la sociedad norteamericana en su conjunto.
Se trata simplemente de que los Estados Unidos de Donald Trump no son los de John F. Kennedy ni los de Roosevelt, aunque las tres entidades socio político y económicas compartan el mismo sustento ideológico de cierta supremacía caucásica y un predominio de la doctrina de la riqueza acumulada que nadie me puede venir a quitar. Desde los tiempos de la esclavitud, nunca los Estados Unidos estuvieron tan impregnados de fértil caldo de cultivo de rechazo a lo diferente, a la otredad, que hace tres siglos llevó a linchamientos y quema de brujas y a los asesinatos impunes de esclavos negros. Un rechazo a la otredad que se traduce finalmente a un racismo blanco y a un rechazo a la migración que Donald Trump ha disparado a los extremos más ridículos si no tuvieran consecuencias tan espeluznantes como el de una mujer de 25 años que muere asesinada con su marido en el Walmart al que habían ido, tratando de proteger a su hija bebé de dos meses de edad.
Todos los muertos cuentan lo mismo, tal vez. Tal vez para la estadística. Para la sensibilidad de la gente que piensa y siente, cada muerte es diferente y cada una tiene una enorme dimensión.
Donald Trump ha edificado su línea política en la más extrema de las xenofobias, con un énfasis especial hacia los mexicanos.
La cuarta república de López Obrador se encuentra ante un dilema. Nos repite un día sí y otro también, que su doctrina es, selectivamente, de perdón y olvido. De esta forma, todos los expresidentes de este país, de Carlos Salinas para acá, son deleznables, corruptos, mentirosos y neoliberales. A Enrique Peña Nieto ni con el pétalo de una mención se le toca. La política antimexicana de Donald Trump se acepta, se tolera y se obedece, al amparo de que la paz reside en el respeto al derecho de los demás: incluyendo Trump.
Ya se nos olvidó que la campaña que llevó a Donald Trump a la Casa Blanca se basó entre otras en calificar a los mexicanos –todos, pero especialmente a los migrantes– en ser unos narcotraficantes, violadores, ruines asesinos. Ya se nos olvidó que las amenazas de cancelar el TLC –cosa que no podía hacer– imponer aranceles a lo que le diera su gana y finalmente expulsar a los migrantes en busca de asilo a que esperen el juicio norteamericano en territorio nuestro, convirtiendo así a México, por sus tompiates, en tercer país.
En todo este entorno, el terrorista de Dallas accionó sus armas y mató a todos los inocentes que pudo, en su mayoría mexicanos. En todo este entorno, la actitud mexicana ha sido de un lamento plañidero y de una consideración, como hizo el presidente López ayer en su mañanera mexiquense, de que México podría ofrecerle asistencia legal a los Estados Unidos para que modifiquen su Constitución y tumben la legendaria Segunda Enmienda, que garantiza el derecho de cada ciudadano de los Estados Unidos a poseer armas de fuego de todo tipo.
López Obrador no fue a El Paso, Texas, como debió haberlo hecho, aunque tuviera que pedir visa gringa. López Obrador quiere mantener unas buenas relaciones con Donald Trump.
Lo está logrando.