Recientemente visité al cardiólogo. El corazón es mi segundo órgano favorito, así que lo apapacho con revisiones periódicas. El médico me notó cansado, porque he abusado del trabajo, cuando debería vacacionar en una playa. Me recetó Wellbutrin, 150 miligramos, medicamento para animar a los pacientes fatigados, entre otras razones, porque son workaholics. Ese defecto nos sirve para apantallar al resto de la gente, aunque no sea cierto. Pero bromas aparte, es de cuidado.
Al día siguiente de la visita al cardiólogo, opté por no ingerir la tableta de Wellbutrin y mejor leer en dos horas un librito que el filósofo David Hume escribió durante un solo día de abril, 1776, meses antes de morir. Se titula “De mi propia vida” y es un recorrido por su trayectoria vital hasta que el autor se enfrenta a una grave dolencia, justo a sus 65 años de edad.
Sin necesidad de Wellbutrin, a un paso de la tumba, Hume escribe su librito reconociendo que la enfermedad mortal, pese al declive físico inevitable, no le ha restado energía a su espíritu indomable para seguir trabajando y aún recibe feliz a sus amigos en la sala de su casa.
Que Hume escribiera esa nota tan optimista siendo ya un desahuciado, como si fuera la cosa más natural del mundo (trabajar como si nada y estar alegre con las visitas de sus amistades) me hizo ver el Wellbutrin con otros ojos: me dio pena recurrir a métodos medicinales en vez de zambullirme en la filosofía.
Quien realmente es trabajador compulsivo más le vale meter en el fondo del cajón las tabletas de Wellbutrin, 150 miligramos, para sentarse a leer “De mi propia vida” el pequeño librito que escribió en menos de 24 horas uno de los hombres más inteligentes de la historia.
Así contemplará el workaholic nuevos horizontes, verá lo efímera que es la vida y sabrá que siempre hay gente más profunda y sabia que uno, que nos habla desde la distancia de su siglo.
Quizá porque la muerte llega de manera inesperada, los grandes hombres la reciben con naturalidad y con el mazo dando, sin cardiólogos ni medicinas, para trabajar con la misma rutina de siempre. O hasta que el cuerpo aguante, que es decir lo mismo, pero con más simpleza.