Por Eloy Garza González.
El hombre era alto como un carrizo, ojos borrados, tostado por el solazo del peñascal, orejón y flaco como los mustangs salvajes que galopaban en manadas por Ciudad Mier. Así describía mi padre, Eloy Garza Mascorro, a mi abuelo Erasmo, a quien no conocí, porque murió siendo cincuentón y veinte años antes de que yo viniera al mundo.
Luego decía mi padre: tú abuelo era de temperamento melancólico, muy dado a la tristeza, medio retobo, pero aficionado a bromear con los fuereños. Nació en Ciudad Mier, Tamaulipas, páramo inmenso de mezquites y chaparros, mar de polvo. “Inmensidad arriba, inmensidad abajo”, diría el poeta Manuel José Othón en el mejor poema que se ha escrito en México: “Idilio Salvaje”. El pueblo era tránsito comercial del Río Bravo, y vivió sus momentos de bonanza con el trasiego de lana, caucho y ganado caballar; creció en el siglo XIX con la aduana y en buena medida por el contrabando. Hasta que entrado el siglo XX, la bonanza se eclipsó para siempre.
Erasmo era el hijo menor de una numerosa prole. Tal parece que nunca se alejó de la frontera de Tamaulipas y no cayó en la tentación de cruzar el Río Bravo, “al otro lado”, que en estricta razón, fue siempre nuestro lado, hasta que nos lo quitaron los gringos. A los veinte años de edad Erasmo se casó por todas las de la Ley con Alicia Mascorro, desde entonces la “Mamá Licha” (jovencita dura y ruda, mi abuela, que no sabía leer pero sí contar) y procrearon tres hijos (Eloy, Even y Elda, nombres de dos sílabas que comenzaban con la letra “e”); Mamá Licha fue la única mujer de Erasmo pues no se le conocieron amantes. Administraba a trancas y barrancas un rancho llamado Agua Negra, casi desértico, de escasas aguas salitrosas y campos imposibles de arar, que había pertenecido a sus padres. La propiedad se escrituró en 1790 y duró hasta la segunda mitad del siglo XX.
Guardo como tesoro una vieja fotografía del rancho Agua Negra, con su casa de adobe, su cobertizo, un corral y el aljibe. Todo reverberando bajo un sol de justicia y el viento seco. Los vecinos de Erasmo (dueños de El Canaleño, rancho más próspero), fueron hijos del general Antonio Canales Rosillo, célebre porque defendió el noreste de México contra la intervención norteamericana, la francesa y quiso independizar Tamaulipas para fundar su propio país con sede en Laredo, Texas: la República del Río Grande. En esa ciudad fronteriza todavía existe un pequeño museo consagrado a esa desatinada gesta.
Uno de los hermanos de Erasmo, mi abuelo, combatió al lado del general Canales. Murió por un descuido: mientras rondaba por el campo de batalla, volteó el cuerpo inerte de un soldado enemigo para verle la cara y el supuesto cadáver le disparó a quemarropa.
Uno de los tantos hijos de Antonio Canales, llamado Servando Canales Molano, luchó en la Revolución Mexicana y se llevó en la leva al hermano mayor de mi abuelo Erasmo: práctica común en esas épocas, cuando se formaban los ejércitos reclutando lugareños a la fuerza. Pero Erasmo, adolescente, junto con dos de sus hermanas, fue a negociar (según él) con el general para que le regresara a su pariente, sin cuyo sostén la familia moriría de hambre. Tal parece que al general le cayó en gracia el muchacho larguirucho y orejón, que además era su vecino, porque mandó al recluta sano y salvo a su casa. Erasmo, mi abuelo paterno, tenía buenas dotes de negociador. Aunque las lució poco porque lo mató una tuberculosis mal cuidada, sin antibióticos, sin medicina, y sin las mínimas medias de higiene.
Una tarde aciaga, mi abuelo tuvo que sacar fuerzas de su dilatada agonía para preparar el sepelio de mi bisabuela. Me lo contó mi padre quien la víspera, siendo un chiquillo, se subió a un huizache, cayó sobre el filo de un hacha y casi se corta en dos la arteria femoral. Mi abuelo Erasmo lo levantó moribundo, lo curó como pudo y lo puso en el regazo del cadáver de mi bisabuela: “¿quién diría que tres generaciones, madre, hijo y nieto se morirían la misma tarde?”, dijo mi abuelo con un suspiro irónico y se fue a entregar su alma en su camastro varios años después. Mi padre me contó cuando yo era niño que esa tarde, se levantó presuroso del regazo de su abuela muerta y corrió por la planicie reseca de Ciudad Mier con rumbo al cerro de los Comales. A ratos volteaba mi padre a sus espaldas para ver si no lo perseguía la Parca con su guadaña amenazante. Quizá por eso a mi padre le apodaron toda su vida “El Rayo”. De ahí agarró el mal hábito de andar siempre a las carreras.