Por Félix Cortés Camarillo.
Introducción curricular. De entrada, debo confesar algo personal que no me genera la menor de las vergüenzas, sino todo lo contrario: yo soy un hombre de teatro.
Hace más de 60 años, y sin haberme sentado nunca ante una máquina Remington de escribir para narrarle a otros mi experiencia personal, pisé el escenario de lo que fue el teatro Florida, de Monterrey, haciendo de comparsa en la ópera Andrea Chenier, montada por la única compañía de ópera que había en México. Más tarde fui actor en el Aula Magna de la Universidad de Nuevo León en varias escenificaciones serias.
Soy, debo agregar, un orgulloso egresado en 1965 de la Facultad de Artes Músicas de la Universidad Carolina de Praga –fundada en 1348– en la maestría de dirección teatral. Durante varios años fui crítico teatral de la Revista de la Semana del diario El Universal, del semanario La Capital, y del suplemento cultural que dirigió Carlos Monsiváis en la revista Siempre!, todas en la capital del país.
Este preámbulo no es en afán de presumir, sino solamente para establecer que, si hablo de teatro, sé de lo que estoy hablando.
El monumental sainete propagandístico montado ayer por el gobierno del presidente López fue francamente vergonzante. Se trataba, confesadamente, de escenificar a modo los episodios nacionales que le interesan al gobierno actual, para documentar su optimismo reiterado: ya no somos iguales, pero somos más de los mismos. Para comenzar el show con el barato artilugio de soplar la caracola a los cuatro vientos.
Miles de elementos de la tropa de las Fuerzas Armadas nacionales, como si no tuviesen otra cosa qué hacer en un país convulsionado por la violencia y la inseguridad, fueron disfrazados de lo que fuera necesario y entrenados en coreografías convenientes: aztecas sojuzgados, españoles en conquista, indios siguiendo a Hidalgo y a Allende, soldados realistas, adelitas mamonas pero muy folclóricas, huelguistas de Cananea, zapatistas y carrancistas, todo para ocultar que lo que comenzó en 1910 fue algo diferente a una matazón entre mexicanos, unos de una pandilla y otros de las demás, buscando quedarse con los bienes que los ricos hacendados habían acumulado durante el porfirismo. Todo lo que se le ocurrió al libretista mayor de esta farsa. Incluyendo dos mil quinientos caballos trasladados desde donde se pudo, para que hicieran sus gracias –aparte de cagar el Zócalo– frente a un balcón presidencial donde los poderes eran sólo del Ejecutivo: el presidente López y su esposa, los secretarios de la Marina y el Ejército, y la alcaldesa de la ciudad capital. Desde luego, la lamentable personificación de los héroes preferidos de este régimen: Hidalgo, Juárez, Madero, Cárdenas y los demás comparsas.
Que nos quede claro que el Poder Legislativo es simplemente una dependencia de la presidencia y con el Poder Judicial no nos hablamos ni lo respetamos hasta que se pueda manejar desde Palacio Nacional, cosa que no tarda. Todo ello con la cámara enfocando al entusiasta y muy satisfecho presidente López aplaudiendo.
Ya no somos como los otros, pero no se nos olvida la voz engolada del conductor de la televisión oficial, gritando los elogios. Debe agradecerse que no se hizo, como hacían los de antes, obligar a una cadena nacional de todas las frecuencias radio y teledifusoras para esta chafa lección de historia patria.
Panem et Circensis, dice la tradicional frase de Juvenal en sus Sátiras. Debiera complementarse, en mexicano, con la de que cuando no hay pan, hay que dar más circo.
PARA LA MAÑANERA.- Con todo respeto, Señor Presidente, ¿cuándo va a pedir que le enteren de la cantidad de cuerpos hechos pedazos y abandonados en bolsa negras de basura en el norte de México?