Por Eloy Garza González.
Yo, a mucha honra, admito ser hipocondríaco. Cada día se me forma una enfermedad mortal, sin la mínima posibilidad de cura. Pero cada día renazco de mis cenizas para buscar un mal más efectivo, más fulminante, que me despache al otro mundo o me siga incomodando en este.
Por lo pronto no tengo ningún tipo de cáncer, ni afección cardíaca de cuidado, ni males neurológicos, ni algún género de locura que no sea deliberada y bien asumida cuando me conviene. Si tengo Alzheimer, no me acuerdo. Y de solo pensar que pueda tener Párkinson, mi cuerpo tiembla como flan. Incluso he llegado a creer que las redes sociales se inventaron para aliviar tanta zozobra de quienes somos hipocondríacos. Pócimas, cataplasmas, calmantes, pomadas de la Campana, todo cabe en un jarrito de Internet, sabiéndolo acomodar.
Pero yo me valgo de mis males, reales o imaginarios, para atisbar otros fines más nobles. Es decir, para llamar la atención de un sabio que a veces pasa por estos andurriales digitales o lo saludo personalmente en su casa, en aburridas ceremonias oficiales o en las finas y bellas exposiciones artísticas que organiza su esposa, mi gran amiga Elvira Lozano. Entonces, si le revelo al Doctor Todd que padezco cálculos renales (los cuales me fastidian desde hace décadas), el Doctor se dispone a dictarme cátedra con diagnóstico y expectativas de vida de esta pedregosa dolencia. Si anuncio que sufro bursitis, el Doctor Todd no se priva de explayarse sobre los síntomas, causas y factores de riesgo de este padecimiento. A veces siento que me usa de pretexto, como conejillo de Indias, para ejercitar sus dominios como científico.
El Doctor Todd es un hombre de ciencia, un humanista, pero sobre todo es un médico, o mejor dicho, un curador, en todas las acepciones de la palabra curador. La verdadera vocación de Luis E. Todd es buscarle la cura a cuanto mal biológico, físico, social y hasta político se le ponga enfrente. Curó a la Universidad Autónoma de Nuevo León de ser una institución virtual: donde los maestros sólo enseñaban virtualmente y los alumnos sólo asistían también virtualmente. Concilió dialécticamente a los entes contrarios, que antes de él eran irreconciliables.
Luego, como Sub Secretario de Educación Superior del gobierno federal y representante de México ante la UNESCO, Todd recobró el genuino legado de Jaime Torres Bodet, artífice de ese organismo internacional. La resonancia magnética, las innovaciones hospitalarias, los adelantos clínicos, fueron aportaciones del Doctor Todd para nuestro estado. Nos pusieron al día en materia médica.
Algunos males de México son incurables, remediarlos implica hacer milagros, pero Todd, que no es milagroso (nada tiene de mesiánico ni de predicador) sí es ecuánime. Y ha contribuido a aliviarnos de infinitas enfermedades reales o imaginarias. Con su ciencia y su conciencia, nos ha mejorado la calidad de vida a todos.
Este es el tipo de progreso social que a veces olvidamos quienes vivimos en grandes urbes. Estamos igual que aquella princesita del cuento de Hans Christian Andersen, que dormía plácidamente sobre diez colchones, uno encima del otro, pero cuando se le colaba un frijolito entre las sábanas, lloraba de incomodidad toda la noche. Hay que ver la cara que ponemos cuando nos quejamos inconsolablemente de cierta atención médica que nos pareció deficiente, protestamos a gritos por hacer antesala en los hospitales, remilgamos que no nos amortigüen por completo el dolor de un cálculo renal o que no nos anestesien para conjurar la mínima punzada.
Sin embargo, visto en retrospectiva, casi no recordamos que nuestros abuelos vivieron en un mundo muchísimo más doloroso que el nuestro, con más insuficiencias que el nuestro, con más adversidades que el nuestro. Y aliviar esos dolores, remediar esas insuficiencias y acabar con esas adversidades, no fue producto de la mera casualidad o de la buena suerte. Fue resultado del esfuerzo de hombres de ciencia, expertos en sus respectivas disciplinas, en cuyo ranking está Todd.
Dicen que el epitafio de quienes somos hipocondríacos es: “se los dije”. O mejor dicho, a la mexicana: “¿no que no?”. Pero bienvenidas sean todas las hipocondrías, habidas y por haber, si así se estimula la intervención de un sabio curador que vive felizmente entre nosotros, desplegando el poder de sus conocimientos y la vasta experiencia suya como investigador científico.