Por Eloy Garza González
Como ando sin oficio ni beneficio por esto de la cuarentena, volví a ver en la tele “Pistoleros Famosos” (1981). Años de no revisitar está película de vaqueros nativos de Nuevo León. Me emociona no una escena en particular (todas son prescindibles incluso la última) sino las imágenes de los títulos: el Palacio de Gobierno, la avenida Constitución, la Catedral de Monterrey, los cabritos al pastor como Cristos crucificados. Un cataclismo de sensaciones gratas.
En una escena olvidable (pero inolvidable), Lorenzo de Monteclaro sorprende a Mario Almada en su escondite, acaso en las faldas del Cerro de la Silla, e intercambian el siguiente diálogo que es puro surrealismo:
— ¿Dónde está tu patrón?
— Yo no tengo patrón.
— Por lo que veo, tú no conoces a la gente grande.
Y Mario Almada le responde apuntando al cielo:
“Grande, solo Dios y mi madre”.
Viví 15 años en la Ciudad de México pero nunca perdí mi acento norteño. Yo no podría ser actor (como muchos amigos que tengo), porque si representara a un gentleman inglés, no podría quitarme el tono golpeado, a lo norteño. También viví en España un rato y no volví a México con la mariconada de hablar ceceando, como señoritingo madrileño. Eso nada más Hugo Sánchez.
Al elenco de la película “Pistoleros famosos”, entró Noé Castillo, alias Conino, que en paz descanse y Dios lo tenga en su Santa Gloria. Me lo presentó mi amigo Pepe Borjas. Conino usaba sombrero de fieltro, botas y cinto piteado y un chaleco de cuero crudo. Era altísimo. Me sacaba una cabeza.
— Dile a Eloy a qué te dedicas, Conino — le decía Pepe Borjas.
Y Conino soltaba su cantaleta, la misma letanía de siempre:
— A la recolección de plantas y frutos silvestres.
Puede que Conino no fuera de mucha luces, pero era puro corazón. Y vivía bien en su casa paterna de Zaragoza, al sur del Estado, por la Sierra Peña Nevada, en medio de lechuguillas, magueyes y cabuches. Todo sequía, donde levantan las casas con techos de palma y muros de sotol, zarpeadas con boñiga de vaca. La mierda se endurece al punto de lo impenetrable.
Conino, que sabía señalizar y herrar becerros, me pidió que viera el estreno de “Pistoleros famosos”. Sobre todo aquella escena donde actuaba él. Entra Mario Almada a la cantina, tirotea a todos los parroquianos y allá cae muerto Conino entre la barra y las mesas. Tres segundos exactos de actuación de Conino. ¡Pero en pantalla grande!
— Van a filmar la segunda parte de «Pistoleros famosos» –me decía Conino– ya nos están llamando de nuevo a los artistas.
Conino era grande como artista: su caída al suelo, por herida mortal, era muy convincente. Ponía ojos compungidos cada vez que saludaba a sus compadres en una carne asada y Pepe Borjas la hacía de patiño. La misma rutina:
–Dile aquí al caballero a qué te dedicas, Conino.
–A la recolección de plantas y frutos silvestres.
Y nos reíamos chicoteando la mano en el muslo. La mano izquierda, porque con la derecha agarrábamos el choneño. Reíamos aunque Conino hablaba en serio. Al final sonreía, no en son de burla, qué esperanzas, era muy respetuoso con la gente y se sobaba el sombrero como si acariciara escapularios. Hay quién dice que los escondía abajo del sombrero. Y es que Conino no recolectaba más que cariños.