Por Eloy Garza González
En su discurso ante Donald Trump, AMLO recordó a los ex Presidentes George Washington, Abraham Lincoln y Franklin D. Roosevelt. Pero olvidó mencionar al ex mandatario norteamericano con quien ideológicamente podría sentirse más cercano: Lyndon B. Johnson.
Johnson no era precisamente un dechado de buen gusto. Era rústico, vulgar y sin los mínimos modales para tomar los cubiertos en la mesa. En varias reuniones en la Casa Blanca alardeó frente a sus invitados de su enorme miembro viril (lo apodaba Jumbo y decía complacer con él cada noche a su esposa Lady Bird Johnson quien por cierto tuvo un rancho en San Miguel de Allende). Le caían muy gordo los hermanos Kennedy. No soportaba a ninguno de ellos, en especial a Robert.
Quizá para Andrés Manuel López Obrador (un moralista puritano hecho y derecho), Lyndon B. Johnson no trascendió lo suficiente porque no era un hombre mentalmente atormentado. Para forjarse una leyenda hace falta una psicología retorcida, un complejo sublimado en personalidad, una íntima herida metafísica como sí la tuvieron Lincoln, Roosevelt, Kennedy o indiscutiblemente Nixon.
Johnson, en cambio, era un sombrerudo tosco, naturalmente llano, fumador de Marlboro rojo y sin ninguna otra gracia más que levantarse la camisa en las cenas diplomáticas para mostrarle a las damas su tórax marcado por cicatrices de guerra. Era malísimo para contar chistes (casi todos aludían a su Jumbo) no más culto que un granjero en un tractor (aunque fue maestro de escuela en Cotulla, Texas) y pertinazmente reacio a los buenos modales.
Pero durante su administración al frente del entonces país más poderoso del mundo hizo más cosas que la mayoría de los presidentes norteamericanos del siglo XX y más que esos a quienes AMLO admira tanto. Negoció con legisladores enemigos suyos hasta dejarlos exhaustos en el piso; se tomó con ellos cientos de botellas de Jacks Daniel´s (como el que yo tomo ahora para escribir este artículo) y les dio todos los abrazos de oso necesarios para que le aprobaran la Ley de los Derechos Civiles, acabar de un plumazo con la segregación racial (al menos en papel) y fijar los pocos atisbos de regulación económica que aún prevalecen en EUA.
Mágicamente, la mayoría de los congresistas de ultraderecha le aprobaron el primer seguro médico gratuito para pobres que existió en su país antes que Trump los derrumbara. ¿Cómo logró el milagro? Porque era necio como una cabra y testarudo como un niño de brazos. En eso era igual a AMLO. Le gustaba repetir una frase que no era suya pero como si lo fuera: “desconfía de los hombres que no toman porque no guardan buenas intenciones”. Y Trump, abstemio, se hubieran llevado mal con él.
Su arribo presidencial no pudo ser más afortunado: era el vicepresidente de John F. Kennedy. Cuando mataron a su jefe en 1963, no se le vio triste sino ejecutivo: protestó el cargo sobre el mismo Air Force One que transportaba el cadáver de su antecesor en los maleteros, justo debajo de sus pies.
Ya como presidente se volvió aún menos atractivo: tendía al chantaje político y a hostigar a los senadores rejegos a él con el peso de su cargo y su gran estatura. No fue ciertamente un estadista; en todo caso fue un gran operador, como les dicen ahora, dueño de un estilo conocido como lambiscón, prepotente y desenfadado.
La guerra de Vietnam lo inhibió para reelegirse. Decidió aventar la toalla y marcharse a su casa en 1968 con el remordimiento de no haber hecho más cosas durante su mandato. Era tan inquieto que, según sus familiares, prefería dormir en el sofá de su despacho para seguir trabajando al día siguiente sin perder tiempo en rasurarse o ducharse en las mañanas.
Ni siquiera dos infartos previos le quitaron la virtud consumada (que otros llaman vicio) de tomarse cada día una botella de whisky y fumarse dos cajetillas de cigarro que compartía con quien tuviera enfrente, gustoso de difundir generosamente sus malos hábitos. A mí me hubiera gustado sentarme con él a tomar un Jack Daniel’s, sinceramente más que con AMLO y sin duda más que con Trump.
Un infarto mató a Johnson una madrugada de 1973, con el auricular de su teléfono en la mano izquierda y un vaso whiskero en la derecha. Para fortuna suya, Lyndon B. Johnson ya se había acabado la botella cuando lo sorprendió la muerte. Es bueno no desperdiciar nunca unos buenos tragos.