Por Félix Cortés Camarillo
Va de personal anécdota.
Hace setenta años, en mi Monterrey querido, solamente había dos salas de cine que se podían llamar teatros, porque sobre el escenario había más espacio para otras cosas que para una pantalla para la proyección cinematográfica. Ambos cines tenían espacio arriba y atrás para la tramoya, la iluminación, camerinos, piernas, bambalinas y los trastes que una producción teatral requiere. Las candilejas de Chaplin ya no existían porque eran lámparas de petróleo situadas en el borde del proscenio y eran un peligro para incendiar salas.
Los dos cines estaban sobre la calzada Madero. Desaparecieron, como el histórico Cine Monterrey frente a la Alameda, ante el embate de las minisalas que hoy andan en el mismo proceso de extinción.
Uno de esos teatros se llamó el Lírico, frente a la Carpa México de Tello Mantecón el cómico; al Lírico llegaban las caravanas artísticas encabezadas por el magnífico ventrílocuo Paco Miller con su Don Roque -le rajo la cara a cualquiera, mardita sea- y multitud de cantantes que viajaban desde la Ciudad de México apretujados en camionetas -carros de Tespis- de plaza en plaza por toda la república.
El teatro cine Florida era otra cosa. La Sociedad Artística Tecnológico, la SAT, no tenía entonces otra opción que usar el Florida que tenía escenario para sus conciertos, generalmente de piano. Más allá de ello, el Florida era el teatro en el que se daban todos los años las funciones de ópera en el noreste. Yo debuté sobre esas tablas como extra en el Andrea Chéniere, de Umberto Giordano, ambientado en la Revolución Francesa.
Pero ya había yo escrito que esto iba de anécdota personal.
Hace 63 años, en 1957, en una misma sentada y en un mismo sitio, el cine Florida, tuve dos experiencias definitivas de mi juventud emergente: le vi los calzones a Silvia Pinal, y me enamoré de ella, y presencié el debut en teatro de Manuel Valdés. Sí, el hermano de Tin Tan.
Aclarando amanece. Yo tenía quince años y me ganaba unos pesos vendiendo hot dogs y las hoy repudiadas pepsicolas durante las proyecciones de cine que comenzaban a las cuatro. Y antes de la función de cine, las piezas teatrales que se iban a presentar por la noche ensayaban a ese horario; y yo me iba a verlos, motivo por el que pesqué mi debut en la ópera de Giordano. 40 pesos por función.
El hecho es que ese mediodía ensayaban la comedia musical “Ring Ring, llama el amor”, que producían Luis de Llano Palmer y Emilio Azcárraga Milmo, y cuya estrella era Silvia Pinal, amante del último mencionado, que venero permanentemente. Yo, quinceañero sentado en la fila tres, en uno de los giros de un baile, me quedé impactado por las piernas de Silvia y sus calzones. Y la determiné como el amor de mi vida.
Bueno, es un título que ha venido rotando por muchos años.
Manuel Valdés, mal dicho El Loco, hizo su debut teatral en esa comedia musical, aunque ya había comenzado con su hermano Tin Tan en el cine y en solitario en la tele. Lo demás ya se ha repetido por horas en varios canales; a partir de hoy lunes Manuel será memoria. De la anécdota del cine Florida, en algún momento se lo comenté a Manuel cuando hicimos programas juntos. Con Silvia he mantenido el secreto. Y lo mantendré.
Yo entiendo que debí haber hecho una reseña del humor de Manuel, que lo define simplemente una palabra que olvidamos con demasiada frecuencia: autenticidad, o de la belleza infalible de Silvia.
Preferí evocar mis momentos íntimos con ellos.
PREGUNTA para la mañanera porque no me dejan entrar sin tapabocas: con todo respeto, Señor Presidente, según su secretario de Hacienda no vamos tan bien como usted dice. ¿No le da vergüenza?
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