Por Eloy Garza González.
El truco es muy sencillo. Un millennial regiomontano o sampetrino, simpático, lenguaraz, crea un perfil en Facebook o Instagram, y comienza a subir videos sobre candidatos en campaña; aunque más que temas, son alusiones personales a Samuel o a Adrián o a Clara, o a cualquier otra figura pública, de esas que están en el candelero.
El joven compra una buena dotación de seguidores, likes, vistas de video, RT y FAVS y emprende un “posicionamiento” (así se dice ahora) en redes. Al menos la mitad de sus seguidores son falsos; cuentas en árabe, ruso, y hasta arameo. El punto es venderse como influencer y ponerse al servicio de alguno de los comités de campaña. El influencer está ahora tan cotizado como el consultor electoral.
Hasta hace pocos años, el éxito personal venía de un largo proceso de estudio, capacitación, o simplemente de repetición de un mismo acto. Esa era la única forma de volverse experto. Malcolm Gladwell, gurú de los hipsters, recomienda 10 mil horas de practica para volverte maestro en tu campo, o cuando menos, alcanzar un nivel óptimo de artesano, músico, artista, arquitecto o doctor. Se trata de invertir 8 horas diarias, por 5 días a la semana, en alrededor de 5 años.
Pero los influencer políticos (con sus honrosas excepciones) suelen saltarse a la torera ese proceso y se van por la libre, por la ruta del facilismo: hablan sin documentarse, se graban en Instastories, difamar en vez de criticar, y son la versión humana de un meme. No saben cómo redactar un texto más o menos coherente, ignoran las reglas de la nota de prensa y a duras penas escriben un guión, pero ya son voces influyentes del actual proceso electoral.
Varios no dejan de ser chistosos, en honor a la verdad. Con todo, ciertos candidatos los meten a su nómina secreta, los patrocinan con el dinero de las prerrogativas, y estos empleaduchos acaban por volverse voceros disfrazados de sus patrones, o replicadores de una difamación tras otra en redes. Todo menos una contribución al debate democrático.
Otra variante del influencer es la creación de una sección de calumnias de estos candidatos, con cuentas falsas a diestra y siniestra, para luego arrojarlas en contra de sus adversarios de campaña. Manchan la elección con bots y hackers, que ya son sinónimo de haters. El candidato supone con esto que su ejército de influencers defiende sus intereses, cuando en el fondo sólo exhibe su ignorancia y ostenta que tiene mucho dinero como para contratar a una sarta de imbéciles.
Una variante más, son los periodistas desempleados que ahora se venden al mejor postor. Estos rentan su cuenta personal en Twitter o Facebook a algún candidato a gobernador, y aceptan atacar constantemente, 24/7 al enemigo de su contratante. Inventan encuestas cuchareadas y narran mentiras. Toda esta jugarreta se ve acompañada con bots tan agresivos como banales y un titipuchal de corazoncitos.
Los periodistas vendidos no erosionan su reputación porque en realidad nunca la tuvieron, y sí generan gastos alternos en redes sociales que nunca se registrarán en las cuentas oficiales de los candidatos, sujetos ellos sí a revisión por parte de los órganos electorales.
En estas nuevas profesiones derivadas de Internet y las redes sociales, habrá que incluir a los consultores que compran bots, seguidores y likes, con dinero del candidato que los contrata, para crear incluso sus propias páginas de parodia, para hacerse notar.
Tanta frivolidad, egolatría y necesidad de hacer fortuna rápida en una campaña electoral, gastando las prerrogativas oficiales, es una especie de burbuja digital a punto de reventarse. Al terminar estas campañas dentro de un mes y medio, muchos influencers y periodistas de ocasión tendrán que meterse de meseros o lavaplatos en algún restaurante y Facebook, Twitter e Instagram seguirán reclutando otros incautos para la próxima elección del 2024. La verdad, nadie sabe para quién trabaja.