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Por Félix Cortés Camarillo.

‎felixcortescama@gmail.com

Hace casi un siglo, la industria del cine de los Estados Unidos se inventó un sistema potente de promoción, orientado a generar un recalentado de las ventas de boletos en taquilla para las películas gringas estrenadas el año inmediato anterior. Se trata de los premios a lo mejor del cine norteamericano por parte de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de los Estados Unidos.

Para dar una muestra de condescendencia se otorga una estatuilla a la mejor cinta extranjera, que ahora se denomina «hecha en idioma distinto del inglés», pero se premia al cine gringo y ya. Los premios consisten en una estatuilla dorada no muy alta, y llamada Oscar, de un mozo desnudo, sin rostro definido, que lleva una espada en sus manos cayendo perpendicularmente frente al centro de su cuerpo. Dice la leyenda que Emilio Fernández sirvió de modelo para la estatuilla original cuando sufría penurias en Los Ángeles.

Las especulaciones y gacetillas sobre las posibilidades de triunfo de tal cinta, actor, escritor, actriz o director y, especialmente, la lista de los finalistas que son sometidos a la votación supuestamente secreta de los más de cinco mil miembros de la Academia, tienen una motivación mercantil perfectamente clara, que tiene como función relanzar las cintas ganadoras a que las vuelvan a ver en los cines, engrosando el ingreso.

Un nuevo miembro de la Academia ingresa a ella por invitación o patrocinio de dos de los miembros actuales. Cada año se agregan en automático los nominados, por lo que el padrón es copioso. Intenso también es el cabildeo de las productoras hacia los miembros con voto.

Recientemente, el Consejo de Administración de la Academia se dio cuenta de la vinculación que sus premios tienen con la vida social de los Estados Unidos y del mundo. De esta manera, nominaciones y premios van siguiendo el termómetro de la política de los Estados Unidos y la entrega de premios del domingo no podía ser excepción.

Para empezar, y después de haber sido suspendida por la pandemia el año pasado, la ceremonia se hizo en un lugar más pequeño, la estación de ferrocarriles de Los Ángeles, con un cupo limitado cuyos privilegiados tuvieron que guardar el aislamiento de una cuarentena previa y exámenes del contagio antes de entrar. Luego vinieron las respuestas sociales.

Existe actualmente una escandalosa discriminación racial dual: la tradicional hacia los negros, que tiene en sus oídos el slogan repetido de black lives matter, y ahora la imbécil persecución de los asiáticos por el prejuicio de que la coronavirus nos llegó para diezmarnos precisamente desde China.

Yo no conozco la cinta ganadora como mejor este año, que se llama Nomadland, dedicada al peregrinar de esa otra minoría, los que viven en la carretera, sin rumbo fijo. Me queda claro que, premiando a su directora, Chloe Zhao, de origen chino, -apenas la segunda mujer en lograr ese premio- se hace frente a esta nueva modalidad de racismo, al mismo tiempo que la industria se reivindica con las mujeres empoderadas.

No discuto la calidad de las cintas premiadas ahora o en el pasado, pero no se me escapa que en la premiación de actores y actrices negros, directores y camarógrafos hispanos, o de otras minorías, subyace el complejo de culpa que -merecidamente- la industria del cine de los Estados Unidos tiene. Los premios Oscar han cumplido este año con la consigna de enmendar las fallas sociales que su país padece. El principio de inclusión ha sido servido.

PREGUNTA para la mañanera porque no me dejan entrar sin tapabocas: con todo respeto, Señor Presidente, para no saber lo que es retropopulista ¿no le parece que lo hace a la perfección?

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Félix Cortés Camarillo

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Autor: lostubos
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