Por Félix Cortés Camarillo.
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Mis compañeros, son mis buenos animales;
Chivas y mulas, y uno que otro viejo buey…
Y un feo caimán a un zorrillo le cantaba:
jardín de flores, ya no me eches tanto olor…
Gilberto J. López Alanís, Yo soy quien soy
En las cartas que me enviaba a mis ausencias juveniles y prolongadas, mi papá lucía una cuidadosa redacción y una impecable caligrafía, a pesar de que no terminó el quinto año de la primaria. No pudo. Mi abuelo, Félix Cortés, de oficio cerrajero -y por tanto uno de los que arreglaban relojes en el pueblo- murió súbitamente en una cantina de Monclova, Coahuila, sin que hubiera bebido jamás una gota de alcohol.
Sin ser el primogénito, Ricardo se convirtió así en el encargado de cuidar y sostener a su madre y a sus hermanos, Francisco, Jesús, Socorro y Otila. Compromiso que cumplió a cabalidad. Con esa misión se fue de bracero -a alquilar sus brazos- a Monterrey, que con el siglo veinte iniciaba su proyecto de desarrollo imparable. Aquí, papá enraizó, casó, engendró y mantuvo seis hijos.
Para ello hizo de todo. Lo mismo descamaba, partía y fileteaba pescados los viernes en un puesto del original mercado Colón, que vendía loza y juguetes en El Nuevo Progreso del puente San Luisito, chácharas en el mercado Juárez, o preparaba carnes asadas para cerveceras despedidas de soltero, modestas bodas donde, los dos, servíamos sandwiches de jamón y queso -dos por plato- o hacía maravillosas obras de taxidermia magistral con un delgado belduque, despojando de todos sus huesos a un guajolote, para luego rellenar su funda con un picadillo exquisito, apio, nueces pasas y otras cosas que no me sé, que luego se asaba para las cenas de fin de año de quienes le podían pagar a mi papá el servicio y las nueces. Guajolote al que, por cierto, papá y yo hacíamos la muerte grata y la carne suave y sabrosa emborrachándolo con mezcal oaxaqueño vía del embudo.
Pero, por encima de todo esto y lo que aun indebidamente se me olvida, Don Ricardo tuvo un empeño fundamental: lograr que su mujer y sus hijos tuvieran una mejor vida que la suya. Que todos siempre tuvieran techo, pienso, abrigo, recreo, moral, mejor empleo, salud plena. Pero sobre todo escuelas, costare lo que costó. Y hasta una noche en una clínica del IMSS de Mérida quedó testimonio de su ofrenda. Su vida.
No lo hizo mal.
Eso no está a discusión. Sus hijas e hijos son todos personas de calidad a prueba en sus áreas de pertinencia, gracias a él. Toda su estirpe, hijos, yernos, nueras, nietos, biznietos, somos gente de bien, de trabajo y honestidad. Dedicados al pensamiento o a la acción. Eso no es sorpresa alguna. Yo soy quien soy y no me parezco a naiden, dice la canción que Pedro Infante hizo famosa. Pero yo no puedo ser diferente a mi padre.
Sin embargo, hay otro asunto que en este tiempo es fundamental: Don Ricardo es un ejemplo paradigmático de la clase media.
Esa clase media que nació pobre como Don Ricardo y que -como dice sin faltar a la verdad, cosa desusada, el presidente López- es aspiracional, egoísta, quiere una mejor condición de vida, quiere tener casa propia, zapatos nuevos, mejor ropita, estudiar en el extranjero -como yo pude hacerlo gracias al apoyo de mi papá – si se puede, un auto del año, ir de vacaciones a Acapulco o a mejor lugar caso que lo haya… ¿qué les puedo decir que no sepan?
M papá, con millones de otros, marcó el rumbo que define a los nuestros, estableciendo que los mexicanos somos así, una clase media, o en el camino o el sueño de serla. Y que no nos da vergüenza.
Si me diera vergüenza mis aspiraciones, todos mis sueños, el deseo de que mi gente -no sólo mi familia, sino todo mi país- viva mejor, le estaría faltando al respeto a mi papá.
Y eso, yo no me lo permito.
PARA LA MAÑANERA (porque no me dejan entrar sin tapabocas): Con todo respeto, Señor Presidente, se necesita una caradura enorme para decir que hay una clase media buena y otra perversa como dijo usted en su mañanera del lunes.