Por José Francisco Villarreal
Cuando era niño de verdad (ahora lo sigo siendo, de cierta extraña manera) tuve una dolencia en la garganta, y no teníamos acceso a algún tipo de servicio médico. La solución rural siempre fue la medicina herbolaria, algunos medicamentos de uso común (mentolato, mejoralitos, desenfriolitos), y por supuesto, ¡magia! En esa ocasión, mi agüela agotó el pildoreo sin resultados. Las tizanas tampoco hacían más que cauterizar el gaznate. Entonces recurrió al hechizo. Cogió un poco de enjundia (grasa) de gallina, molió vidrio (¡!) y algunas hierbas, puso todo al fuego, rezó algunas cosas, le echó la bendición al menjunje, a mí, y con una pluma de gallina me embarró eso, ¡caliente!, en el cuello. Amarró un trapo alrededor, me hizo tomar una infusión de poleo y me mandó a la cama. Al día siguiente, ¡como nuevo! Aunque sí un poco inconforme por tener que bañarme a jicarazos, en pleno invierno, para quitarme los restos del ungüento.
Debo decir que por entonces ya tenía yo algunas vacunas. En ese tiempo se tomaban muy en serio esas cosas. Que yo recuerde, viruela y polio, por lo menos. No entendía cómo funcionaban, pero tampoco me importaba. Cumplí con poner mi brazo y portar orgulloso las marcas que dejaban.
Con el tiempo entendí el principio de la vacuna, muy parecido al “similia similibus curentur” de la homeopatía: enfermarme un poquito para no enfermarme más. Supongo que la gripe, que es recurrente, ha sido tan astuta como para cambiar de cepa e inundarnos de mocos cada año. O sea, la vacuna funciona, pero los virus no son tontos. La lucha preventiva contra las enfermedades virales acaba siendo una esgrima, vacunas contra virus. Y como en todo deporte, es bastante incierto el resultado.
¿Confío en la ciencia médica? Sí, en la ciencia sí… en algunos científicos y médicos no. ¿Confío en que las vacunas contra el Covid funcionen? Sí, pero no. Se ha advertido hasta la saciedad que estas vacunas no necesariamente producen inmunidad. Nos dicen que refuerzan el sistema inmunológico, no que nos den superpoderes. ¿Qué ha sucedido entonces con esta “nueva ola” de contagios?
Pues creo que la evidencia es bastante clara. La vacunación ha progresado muchísimo. La gula vacunófaga de algunos países egoístas, ha cubierto a una gran parte de sus ciudadanos, exceptuando a los escépticos, claro. Aun así, la mancha estadística de la pandemia se extiende en esos países especialmente. Vacunados o no, han recaído en contagios. ¿Qué pasó entonces? ¿El virus es tan enconoso?
No soy médico, aunque tengo amplia experiencia y casi doctorado como enfermo. Lo peor de una epidemia no es el virus sino el vector, el portador. Y pues, aquí no hay mosquitos Aedes aegypti a quienes envenenar con abate. En efecto: nosotros somos los vectores. Nosotros transmitimos el virus. El virus no es el responsable de cada contagio, ni de cada muerte, ni las autoridades de Salud, ni los gobiernos, ni los científicos locos: ¡todos somos responsables!
¿Nos alegramos del descenso en contagios, muertes y hospitalizaciones en diciembre pasado? Creo que sí. Estábamos muy gustosos. Transitamos felices el jolgorio post-guadalupano y las posadas, festejamos la navidad en familia, con amigos, y pocas o ninguna prevención; nos fuimos de vacaciones, ventilamos en redes nuestras fotos de viaje pero bien ventilados, llenamos hoteles, antros, bares, restaurantes; celebramos el año nuevo como siempre, con abrazos, comida y fiesta. ¡Estábamos tan contentos! ¡Le decíamos adiós a la pandemia! Justo cuando Ómicron sonreía burlona desde Sudáfrica, y ya se organizaban concubinatos víricos como Flurona y Deltacrón. ¿Y los cubrebocas? Bien, gracias. Cada vez más bonitos, ¡hasta de diseñador!
Con todo este sombrío panorama, ¿confío en las vacunas? Sí, confío en las vacunas porque, sirvan o no, es la única acción social más generalizada que la gente ha aceptado en contra de la pandemia; rechazarla es ignorar nuestra responsabilidad para con los demás. Un poco de magia social, un poco de ciencia. Tampoco estorba rezar un poco. Dios siempre está ocupado, pero tal vez tenga tiempo de hacer algo por la más desastrosa de sus creaciones sin tener que crucificar a nadie y sin anegarnos con agua o con virus. Sólo no exageremos: Dios no es una vacuna universal, es sólo una esperanza… como cualquier vacuna.
El hecho es que las vacunas funcionan porque nos solidarizan. Los que fallamos somos nosotros, el virus más nocivo que ha tenido la Tierra. El Covid y sus cepas son parapléjicos, no pueden desplazarse solos. Y nosotros hemos dejado de ser simples vectores, portadores, para convertirnos prácticamente en el propio virus. Nosotros diseminamos el virus, paramos aerolíneas, confinamos gente, cerramos espacios, quebramos empresas, contagiamos, hospitalizamos, matamos. ¿Cómo hemos de vacunarnos contra nuestra propia estupidez? Y mucho me temo que esta estupidez viral es bastante crónica… cuando no ya fatalmente incurable.