Por Félix Cortés Camarillo
Como se pueda, según las medidas sanitarias, el mes próximo se hará entrega de los ya tan demeritados premios de la Academia de Ciencias y Artes Cinematográficas de los Estados Unidos a lo que esa institución considera lo mejor del cine, principalmente norteamericano.
Instituido más para provocar curiosidad que atrajera público a las taquillas que para premiar el esfuerzo y el talento de los creadores, la distinción ha sido manipulada principalmente por las necesidades de mercado o por los vaivenes de lo “políticamente correcto”.
De pronto la industria se dio cuenta de que no se premiaba a actores negros y se inventó a Sidney Poitier; cuando se percató de que no se reconocía la existencia de mujeres directoras, se comenzó a premiar a directoras. La importancia de los mercados emergentes llevó al surgimiento de Bollywood, la Cine Citá de la India que produce toneladas de cine al año, pero también a poner la atención hacia el cine de Corea y de México. O lo que siga.
Y los mexicanos entraron a la película de los Oscar, aunque algunos ya habían estado en roles secundarios, es decir técnicos de audio o imagen; ahora tocaba a los directores. Primero Alfonso Cuarón y enseguida Alejandro González Iñárritu y Guillermo del Toro, para integrar los tres caballeros del cine mexicano en Hollywood.
Los tres son excepcionalmente talentosos. Del Toro es, sin embargo, el más intenso en la creación de mundos y personajes excesivos en su fantasía. Desde sus inicios, Del Toro ha sido un doctor Frankenstein empeñado en la creación del monstruo. De las más prodigiosas de sus creaturas destacan el anfibio humanizado de La forma del agua, y el tierno árbol animado de El laberinto del fauno. Pero los protagonistas de su callejón de las almas perdidas son también unos marginales, outsiders, como lo son otros seres en películas menos conocidas en las que Del Toro ha participado en la producción, dirección o como actor (El Santos vs. la Tetona Mendoza).
Como el original, este doctor Frankenstein no solamente está obsesionado con la creación de un ser vivo: subrepticiamente descubre la inhumanidad de los que son insiders, de los normales, de los humanos. De los que acuden en turbamulta para matar al monstruo o la extinción del ser del agua que se lleva a la tierna sordomuda a su submundo. Así descubre, en el reflejo de sus monstruos, la monstruosidad de los otros.
Sin duda Del Toro recibirá por lo menos un Oscar. Eso es irrelevante, y lo importante es tal vez que ese galardón sirva para que la gente que va al cine consuma sus palomitas de maíz y sus hot dogs viendo cine mexicano en lugar de siguiendo las descolgadas acrobáticas del hombre araña.
La próxima película de Guillermo del Toro es su versión de Pinocchio, el cuento de Carlo Collodi en una cinta animada. Del Toro no es ajeno a esa tecnología computacional: estuvo, por ejemplo, en El gato con botas. Este cuento infantil es sobre el muñeco de madera al que le crecía la nariz cada vez que mentía. Se antoja muy oportuno en esta cuarta simulación, que tantos Pinochos tiene, para deleitaremos con una hipérbole más.
PREGUNTA PARA LA MAÑANERA (porque no me dejan entrar sin tapabocas): Donovan Carrillo es un esforzado jovencito mexicano que patina como los grandes sobre el hielo en los juegos olímpicos de Beijín. Pasó a las finales de hoy miércoles por la noche y ya no importa si trae o no medalla: ya ganó. No ha merecido ni una mención, ni una llamada telefónica del presidente López; no se diga el apoyo económico de la CONADE que Ana Gabriela Guevara, sospechosa de corrupción, tiene encarcelada. Ya estamos acostumbrados a eso.
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