Por Félix Cortés Camarillo
Suficiente es ser un poquito mayor, no es necesario ser prodigio como el que descubrió Borges para condenarlos a la eternidad de una fama que nunca buscaron –aunque Funes, el memorioso muriera a los 41 años– para poder citar de memoria los orígenes del surgimiento de Monterrey cuando se empezó a ganar el mote abandonado de la capital industrial de México.
Ya pocos evocan los nombres míticos como el de Manuel Reyes o Cristóbal Treviño quienes pusieron una enorme fábrica en la polvorienta calle de Martín de Zavala, rumbo a los panteones, para hacer las hermosísimas sillas de madera que por razones que ignoro se llamaron Malinche.
O el de Adolfo Prieto, que donde terminaba la calle de Tapia armó un elefantiásico gigante de acerería que luego iba a enviar cada tarde en la colada los aires contaminados que inundaron por años el poniente de la entonces rala mancha urbana.
Pero sobre todo, ya no se menciona el de Isaac Garza Garza, que impulsó también la Fundidora y fue el descubridor de la cadena de suministros que hoy marca el ritmo del desarrollo y de la historia. Al comenzar a fabricar cerveza, su empresa descubrió la necesidad de las botellas de vidrio para envasarla, de la lámina para hacer sus tapas de corcho y lata, y de las cajas de cartón Titán para empacarlas. Y por ahí, hasta inventar una escuela proveedora primero de los ingenieros a cargo de la producción y el desarrollo acabando en ser una de las universidades más importantes del subcontinente.
El prurito que causa la decisión unipersonal y omnímoda el presidente López de ordenar una “veda”, que así llamó, a la producción de cerveza en el norte del país no está enraizada en el nostálgico orgullo de los regios, que hicieron de la cerveza Carta Blanca el emblema de un espíritu regional y una tradición que ejemplifica la laboriosidad y empeño de su gente. Es, por un lado, un acudir a la lógica, el raciocinio.
Aquí no se trata de defender a los cerveceros con el frágil argumento de que sólo usan el uno por ciento del agua potable para hacer su producto; pero tampoco de satanizarlos como lo hace el presidente López, que ayer de visita urgente, en terreno militar, reconoció lo que dijo el improvisado gobernador del estado: somos víctimas de nuestro propio éxito. El crecimiento trajo gente y la gente tiene sed. Pero no es con decretos draconianos con los que se extingue la sed ni se detiene el éxodo. Basta con usar la inteligencia.
Y finalmente, con acudir a la legalidad, que tan brutal e impunemente se ha visto maltratada en los últimos cuatro años de un régimen que está empeñado en gobernar a base de acuerdos y decretos, como gobernó con bandos la capital de la república. Para el Tren maya, la policía militarizada o la soberanía de los estados, como es el caso del agua de Nuevo León. El presidente López, titular de un poder unipersonal y prepotente, que tiene Carta Blanca para hacer del país, como si fuera un señor de hacienda, lo que se le pegue la gana está obligado, al menos en el papel, a respetar la ley.
Una Carta Blanca que es una manzana envenenada. Sacar a los soldados de los cuarteles y mandarlos a la calle es muy fácil y ya lo vimos. Regresarlos va a ser más difícil, y sobe todo doloroso.
PILÓN PARA LA MAÑANERA (porque no me dejan entrar sin tapabocas): Con todo espeto, señor presidente López: sus dotes de predicción han fracasado, lamentablemente. El agua que ahogó a los mineros de El Pinabete allá en Sabinas, Coahuila, no ha bajado a un metro y medio como usted prometió. Sigue subiendo.
Claro, los mexicanos ya estamos acostumbrados.
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