Por Félix Cortés Camarillo
Durante muchos años, en la esquina norponiente de la avenida de los Insurgentes y puente de Alvarado, que ya no sé con qué peregrino nombre rebautizó la señora Scheinbaum a esa bella arteria –parte esencial de la calzada a Tacubaya y donde se encuentra el antiguo Colegio Militar y el supuesto árbol de la Noche Triste, que también cambió de nombre– estuvo la sede nacional del partido Revolucionario Institucional, cuna de todos los poderes nacionales.
Era un edificio de cantera, sólido, como pretendió ser por setenta años la institución que fundó Plutarco Elías Calles en su afán por acabar con las pandillas y grupos de bandidos marrulleros que habían hecho la Revolución y pretendían cobrar los dividendos de su aportación en forma de cuotas de poder.
No se trataba de buscar la unión entre adversarios encubiertos o enemigos declarados. La idea era simplemente ponerlos en orden, cosa que se logró mediante la segmentación de intereses entre latifundistas disfrazados, empresarios nuevo arribo a la construcción, la incipiente industria y el comercio y la alternancia en las posiciones encargadas de los repartos.
Creció, a la par que el país iba dejando sus rencillas abiertas, en la misma medida en que sus gobernantes iban dejando sus sombreros tejanos y pistolas a cinturón por los trajes cruzados a rayas y los fistoles en la corbata a los que a partir del alemanismo la explosión económica los fue obligando.
El partido vio la necesidad de alojar su crecimiento de manera cómoda, y a pasos de la vieja sede se edificó sobre ocho mil metros cuadrados un edificio de grandes ventanales y mucha opacidad, como era de esperarse. Pero si la apariencia de su vestir y de su residencia evolucionó, no lo hicieron sus métodos y procederes. Siguió siendo una agencia de colocaciones para aliados y parientes, que pudieran acceder a la riqueza por el camino de la política.
Los mexicanos solemos acudir a la sabiduría popular para explicar nuestra conducta. Uno de los decires más frecuentes, para el manejo de situaciones críticas, es que la liga, esa banda de hule que sirve para agrupar de todo, desde billetes y documentos hasta alianzas y complicidades, se alarga y se estira en la confianza de que siempre regresará a su forma original. Quien acude a la sabiduría popular sabe que la liga se estira hasta que se revienta. Sin embargo, hay otra probabilidad, aún peor: que se estire la liga hasta que su material se venza y ya no regrese a lo que era. Se queda guanga, aguada e inservible.
Eso mismo le pasó al partido.
El PRI de hoy no sirve para nada, y lo mejor que podrían hacer los miembros de ese partido que sobrevivan a la última crisis, es subastar el viejo edificio de Insurgentes: otra propiedad en las calles de Lafragia, cerca de donde asesinaron a Ruiz Massieu lo hipotecó Alejandro Moreno en doscientos millones no hace mucho y difícilmente lo recuperarán.
En donde se pueda, el PRI debe erigir un monumento a Alejandro Moreno, todavía hoy presidente de su Comité Ejecutivo Nacional. Alito, como le gusta que le digan, es el autor de la destrucción de ese instituto político, por el camino que caracterizó su historia: la corrupción, las componendas, complicidades, trastupijes y traiciones. Para todo ello sirvió el PRI. Como los Kleenex, una vez usado para lo que era –limpiarse los mocos– había que tirarlo a la basura. Es un mérito que México le debería agradecer a tan prominente político campechano.
PARA LA MAÑANERA (Porque no me dejan entrar sin tapabocas): con todo respeto, señor presidente López, ya que está en el período de los arrepentimientos por haber designado criadas respondonas a la Suprema Corte y no haberse dado cuenta de que el poder hay que sostenerlo por las bayonetas, ¿cuándo se va a arrepentir del daño que usted y el doctor muerte, mejor conocido como López-Gatell, le siguen haciendo a millones de mexicanos?
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