Por Francisco Villarreal
En 1603, cuando murió la “Reina Virgen”, Isabel I de Inglaterra, su cuerpo embalsamado se puso en un ataúd y fue expuesto varias semanas en el Palacio de Whitehall, la residencia real que construyó su padre Enrique VIII. Pasó poco más de un mes y por fin llevaron el féretro a la Abadía de Westminster, en procesión multitudinaria. Tras el ceremonial religioso se le enterró en la Capilla Mariana, en la bóveda de su abuelo Enrique VII, pero luego fue reinstalada junto a su media hermana María I, “La Sanguinaria”. “REGNO CONSORTES ET URNA, HIC OBDORMIMUS ELIZABETHA ET MARIA SORORES, IN SPE RESURRECTIONIS”, dice la tumba. Juntas en el trono y en la muerte, las últimas reinas Tudor siguen esperando la resurrección. No sé cómo le podrían apodar a la reina Isabel II, pero sin duda permanecerá como un personaje histórico menos controversial que su tocaya Tudor. También más cercana a la gente común, porque aunque recluida en el protocolo, fue hábil para promover su imagen, incluso en tiempos difíciles como cuando murió su ex nuera Diana o cuando el “God Save The Queen” de Sex Pistols. Ahora Isabel Windsor se suma a la larga lista de monarcas ingleses que esperarán la resurrección, junto a millones de reyes, aristócratas y plebeyos. La diferencia es que a los plebeyos se nos deja estar muertos en paz, sin citas ni referencias. Si acaso unos tamales el 2 de noviembre.
La monarquía, con todo y que sea espectacular, es el sistema de gobierno más obsoleto que existe. El segundo puesto lo ostenta El Vaticano, aunque es una variante de la monarquía. Para la nostalgia monárquica mexicana, no creo que el régimen parlamentario inglés sea atractivo. Nuestros monarquistas tolerarían un poco mejor a la monarquía española, pero por consanguinidad. La verdad es que nuestros monárquicos son más de Disney en su ilusión y de Juego de Tronos en la práctica. Son monárquicos bastante evolucionados. No quieren tronos sino logotipos en el poder. Admiten un presidente sólo para cumplir con el protocolo diplomático y dar el grito. Sueñan con un mandatario subordinado absolutamente a un parlamento. No exigen crear una aristocracia, sólo delimitar muy rigurosamente las fronteras sociales de acuerdo a la raza, religión, color de piel, domicilio, aspecto, cuenta bancaria…
En realidad, nuestro monarquismo mexicano es peculiar, no tiene qué ver con un partido en particular sino con todos. Está en la sangre que reniega de sí misma todos los días, excepto la noche del 15 de septiembre. Fifís o chairos, conservadores o liberales, da lo mismo. Si para los británicos tal vez la reina era un símbolo patrio, y no lo podría asegurar o generalizar, para los mexicanos la patria es algo que reconocemos por ley en un escudo, un himno y una bandera. Nuestro patriotismo no va demasiado lejos. Podemos tomar las calles porque ganó nuestro equipo, pero no por defender, ni de nosotros mismos, a la patria. Podríamos hasta morir por el deber o por el honor, pero no por la patria. Las ceremonias cívicas son como para muchos católicos las misas, cuando termina la solemnidad se acaba el compromiso.
Mientras en Gran Bretaña se preparan los funerales de Isabel Windsor, en México hay cismas políticos, debates legislativos vesánicos, intrigas democráticas, amables traiciones, conjuras impías… todo en nombre de la patria. Hay que agradecerle a doña Isabel que nos regaló un minuto de silencio en las cámaras legislativas. Porque así, en silencio, es la única manera de lograr que esos recintos muestren su carácter solemne, democrático, republicano… y patriota.
Comprendo la tristeza de los británicos (los tristes), y de todos los tristes solidarios en el mundo. A mí mismo me entristece la muerte de la reina. Es natural. La muerte de alguien nos entristece siempre. Todos los días muere gente alrededor del mundo; ergo, todos los días son tristes. “No future”, diría Johnny Rotten.