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Érase una vez en Monterrey…

Por José Jaime Ruiz

En la abundancia de la frugalidad hay veces, hay voces. Clínicos o más mal cínicos, nos olvidamos de los nombres, de los hombres y las hazañas son persianas de lo bajo y, se sabe, cualquier bajeza es insulto. Recorrer o descorrer, qué más da. En el coro del decoro recuerdo aquellos días. Los diez años son tacaños; los ocho, ni Pinocho. No hay pereza en los recuerdos, la memorabilia es Alteza o no es. Enaltecer es sujetar lo hipócrita o no es. La memoria es selectiva, más aún que los olvidos.

En la remembranza de los ayeres rotos, el quiebre social. Desde la ingenuidad de una mirada intranquila, asistí no al conocimiento, al acontecimiento. Habitado por el engranaje de la naturaleza del río La Silla ensayé el divorcio de la ciudad, ese cemento sin semen, tal vez más cementerio. En la confusión verde-grisácea, al ver multitudes me reconocí Whitman sin leerlo aún.

En la torpe alegría de estar vivo, sometí estos ojos a los ojos otros. ¿Qué hacían? ¿Por qué se manifestaban? ¿Qué querían esos jóvenes con banderas de revolución y puño en alto? ¿Autonomía universitaria? ¿Acaso el universo no es autónomo? Disciplinados en la miseria intelectual, ahora pocos se rebelan, se revelan, jóvenes senectos. La vejez adolescente.

Extremado streaming, la misión de la transmisión es entretenimiento, civilización del espectáculo. “Un extraño enemigo”, siempre ritmo nuestro himno da para todo. Militar en lo militar, la belleza se compone y se recompone, como cuando desde el feminismo se canta “al sororo rugir del amor”. Vale, ciña oh Patria tus sienes de oliva, nunca de ojiva.

Que Emilio Azcárraga Jean produzca una serie crítica sobre los sexenios de Gustavo Díaz Ordaz y Luis Echeverría no es extraño, es insólito. Lo hizo. Daniel Giménez Cacho es en el nivelado orden de los actores mexicanos, fregón, como Damián Alcázar. Daniel hace, en la segunda temporada de Un extraño enemigo, un higiénico papel donde la caca del poder es realmente mierda al interpretar a Fernando Gutiérrez Barrios, aunque ese nombre esté proscrito en la serie.

En la salubre seriedad del periodismo mexicano, hay dos obras imprescindibles, La guerra de Galio, de Héctor Aguilar Camín, y El vendedor de silencio, de Enrique Serna. Como narrador, Enrique es superior a Héctor, pero esto será otra discusión. El asunto de la serie, primera y segunda temporada, es que tratar no deviene en retratar. Ansiar nada, tratar sin retratar. Las novelas de marras si retratan, en el buen sentido, son generosamente críticas.

Por cuestiones de lucha social desde mi familia, me conmueve todo ejercicio libertario. Leal como su apellido, Ulises es, desde la misoginia rectora de nuestra universidad, uno de los personajes que me interesan. Otro es Raúl Rangel Frías; otrísimo, Pepe Alvarado. Y, sin embargo, como todo náufrago, Ulises encalló, pero no calló. En la triste historia de la década setenta de aquel siglo, también aprendimos a ser humanos. La rebeldía no es osadía, es nuestra manera de habitar el mundo.

Fernando Gutiérrez Barrios, al final de la segunda temporada, sonríe de su ascenso, ríe de sus crímenes. Al lado de José López Portillo y del Negro Durazo, “plausible”. La entereza de la ignominia. Estudiantes masacrados; Eugenio Garza Sada, asesinado. No importa. Poder es joder. Joder es poder. Aquellos que le dimos sustantivo y adjetivo a la naturaleza, podremos coincidir que, finalmente, todo poder es triste. Eso, sin embargo, no entristece. Nunca.

Érase una vez, ¿dónde? Voluntad es voluble. Aprendan de Ulises. Resistir, insistir: es la vida.

@ruizjosejaime

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Vía / Autor:

// José Jaime Ruiz

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Autor: lostubos
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