Por Francisco Villarreal
Cuando le aclaré a un importoso que el Zócalo de la ciudad de México se llamaba Plaza de la Constitución, me contestó con una trivia “¿Cuál de las dos? ¿La del 57 o la del 17?” No lo convencí que ninguna de ambas, que era por “La Pepa”, la Constitución de Cádiz. Así le llamaron porque fue promulgada por las Cortes el 19 de marzo de 1812, día de San José. Lo de “zócalo” fue por un monumento que nunca se hizo y del que sólo se construyó un pequeño zócalo octagonal en donde estaría emplazada la columna que sostendría al monumento. Todas las plazas principales de todo el imperio español fueron llamadas “plaza de la constitución”. Pero la raza capitalina es muy socarrona, y le endilgó el apodo hasta la fecha.
Tiene su mérito aquella constitución española, sobre todo porque debía regir en todo el imperio, incluida la Nueva España. Debió incomodar a muchos, porque contra el absolutismo de Fernando VII, promulgaba la soberanía nacional y dividía el gobierno en tres poderes: Legislativo, Judicial y Ejecutivo (presidido por un rey limitado por las leyes). Aquella Carta Magna sí era bastante magna. Proponía voto más o menos universal, sólo para los varones mayores de 25 años. Acababa con los fueros estamentarios: al cuerno gremios, aristócratas, religiosos y militares. Regulaba derechos ciudadanos. ¿Les suena los derechos a la educación, a la inviolabilidad del domicilio, a la libertad de imprenta, a la propiedad? Y así sucesivamente, una constitución digna de recordarse por avanzada para aquel imperio español, aunque con el detallito nada menor de la intolerancia hacia otra religión que no fuera la católica. Se entiende si se considera que España peleó contra una invasión desde Francia, y se necesitaba el apoyo del clero. Por alguna razón siempre acabamos metiendo a Dios para justificar las acciones humanas, las más dignas y las más cobardes.
Comparando con aquella Carta Magna, la “nueva” constitución que sus amigos priistas y panistas le aprobaron al gobernador García es un chiste. Espero que no vayan a renombrar alguna plaza por este “logro”, básicamente porque una plaza es un espacio público y esta constitución impuesta por complicidades políticas no tuvo espacio para el público sino para notables muy bien escogidos. No creo que ninguno de los legisladores de nuestro congreso local está capacitado mínimamente para ejercer su diputación, muchísimo menos para ejercer como diputado constituyente. No es lo mismo. No se acuerdan leyes conciliando intereses de partidos, como suelen hacerlo. Sólo con ver el mentado “derecho a la vida desde la concepción”, queda claro que así, con acuerdos entre partidos, le aprobaron la iniciativa al joven Samuel. Porque, hasta donde yo sé, ninguna legislatura puede contravenir a la Constitución Mexicana vigente, y el tema ya fue dictaminado por la Suprema Corte.
Quiero suponer que la iniciativa que presentó el gobernador no estaba del todo mal. Hay temas que llaman la atención y sí, artículos que debían actualizarse. Pero se trata de un cuerpo de leyes diversas. El problema es que nuestras leyes están tan mal redactadas y reformadas, que acaban siendo una contradicción entre ellas mismas y entre lo que es legal y lo que es justo. Y el propósito de las leyes es la Justicia, no es un catálogo de derechos, obligaciones, infracciones y penas.
No digo que debía descartarse la iniciativa de un personaje tan inmaduro como nuestro mandatario estatal. Debía, eso sí, revisarse, enmendarse, y entonces sí, aprobarse. Pero aquí está otro brete. Para una constitución, no son los diputados locales quienes debían hacerla. Debió erigirse un congreso constituyente, lo más ajeno posible a intereses partidistas, convocando a personajes sin tacha, conocidos, y abiertos a la opinión de todos los grupos y gremios, hasta los taqueros (¡Benditos sean!). Ninguna de nuestras constituciones, locales o nacionales, tuvo esa posibilidad de representación universal. Se entiende por los tiempos y las formas rudimentarias de comunicación. Pero hoy es distinto. Es absurdo que amanezcamos un día regidos por una dizque constitución que no pedimos, ni hicimos, ni autorizamos, ni conocemos. Una que todavía necesitamos. Habrá, y no lo dudo, muchas leyes positivas. Habrá otras, y tampoco lo dudo, que favorezcan a grupos y partidos. No, no creo que sea una constitución popular, ni siquiera populista sino elitista. La apoteosis de las facciones y las covachuelas. Incluso, ni siquiera es una constitución. Es en todo caso un paquete gordo de reformas aprobadas con mucha muy bastante sospechosa prisa. Las típicas reformas de toda la vida que, si se hubiesen presentado individualmente, la pachorra legislativa local las habría diferido por dos o tres sexenios, mínimo.
Poco a poco nos enteraremos de qué se trata esta pomposa “nueva constitución” simi (la misma, pero más barata en horas-diputado). No por las leyes que nos favorezcan sino por las que nos afecten. Pero esas no las cacarearán en los medios; esas las conoceremos cuando las apliquen en contra nuestra. Para entonces los reineros, que somos tan cábulas y socarrones como los capitalinos, sabremos qué apodo ponerle a la “nueva” constitución y qué rotonda intransitable merece que se le bautice como “rotonda de la nueva constitución”.
Mientras esperamos a que nos apliquen las “nuevas” leyes, vamos a entretenernos viendo cómo alcaldes y gobernador, muy gustosos y riondos, se felicitan unos a otros por sus primeros informes. Aunque algunas cosas son comprobables y evidentes, ninguna es impresionante, y no puede serlo con tan poco tiempo y recursos. No veo por qué felicitarlos por hacer algo que están obligados a hacer. Todos coinciden en una cosa: informan más lo que quieren que creamos que va a suceder en el futuro, que lo que han hecho. Lo que nos faltaba, ¡entre profetas y constitucionalistas! Como decía el papá de un amigo: “Estamos jodidos todos ustedes, menos mi compadre también”.