Por Félix Cortés Camarillo
Como dice el refrán,
Dar tiempo al tiempo
Como todo mundo sabe, la cosa comenzó con una apuesta que, conociendo a Renato Leduc, hubiera sido necesariamente una apuesta de cantina, muy probablemente ubicada en La Nochebuena, esquina de Independencia y Luis Moya, a una cuadra de La Castellana cantina que era la mía y que sigue estando ahí recordando a los borrachos de la XEW de hace setenta años.
No fue así: todo nació en la Escuela Nacional Preparatoria de San Ildefonso, cuando el telegrafista de la Revolución había regresado a estudiar. En la aburrida clase de Julio Torri, un atorrante tabasqueño de nombre Adán Santana le lanzo a Renato el reto de componer un soneto haciendo rimar la palabra tiempo que no rima con ninguna otra, salvo con ella misma, cosa que Santana sabía.
El concepto del tiempo y particularmente su medición ha sido una obsesión persistente del humano. No es extraño que entre las mayores creaciones de la ingeniería se encuentren los relojes, que tardaron largo tiempo en sacudirse las cadenas y salir del closet que eran los bolsillos del chaleco para avecindarse en las muñecas de los hombres. Las mujeres adquirieron después el derecho a conocer la marcha de las horas, que tan divinamente comandan.
Pues una forma primitiva de esa obsesión ha estado por años en la mente del presidente López desde que gobernaba la Ciudad de México. Por alguna razón que nunca ha expuesto, López Obrador rechaza la existencia de lo que él llama el horario de verano, que abandonaremos el último día de octubre para quedarnos con un solo horario. El horario de Dios, justificó el pobrecito secretario de Salud, explicando que el horario de verano causa infartos.
La cosa no es tan simple. Norteamérica, recuerden que eso es Canadá, Estados Unidos y México juntos, tiene cuatro husos horarios. Conforme va naciendo el sol, el horario del Este; luego el del Centro, enseguida en de la montaña y finalmente el del Pacífico. En otras palabras, la hora de Nueva York, Miami y Mérida; la de Chicago, Monterrey y Ciudad de México; la hora de Denver, Los Cabos y Culiacán y finalmente la de Cupertino, Los Ángeles y Tijuana. Esa es la hora de Dios, porque el bendito sol tiene la ocurrencia de ir transitando a su ritmo y apareciendo una hora más tarde en cada uno de los sectores citados. Diga lo que diga el presidente López y su secretario de Salud.
El número que cada comunidad le ponga a ese fenómeno es una convención adoptada en base a múltiples criterios, principalmente mercantiles, operativos, y de comodidad. En los tiempos de Ernesto Zedillo, que no tenía nada qué hacer sino joder al país, inventó los horarios de invierno y verano y contrató a Pedro Ferríz Santacruz para que en la tele nos convenciera de que eso era bueno, porque nosotros -no el gobierno- íbamos a pagar menos por la electricidad.
El presidente López no necesita contratar a nadie: se acaba el horario de verano y ya. Pero tampoco. Para quedar bien con Dios y con los negocios, habrá excepciones en los estados fronterizos, como el mío, porque en el día a día la franja fronteriza entre Estados Unidos y México es un país aparte, que tiene sus propias reglas. Y su propio horario.
Desde luego, aquí de lo que se trata es de que a los mexicanos de hoy, en la hora de la hora, se nos olviden los muertos, la carestía, la inseguridad, y la crisis de salud que vivimos. Lo demás, es lo de menos; adelantar o retrasar una manecilla en el reloj. Como todo en la vida, sabia virtud.
PARA LA MAÑANERA (Porque no me dejan entrar sin tapabocas): Todo pasa y todo llega. Apenas comienzan a salir los documentos del Apocalipsis del presidente López. Apocalipsis quiere decir simplemente el fin del mundo; en el evangelio se le llama revelaciones.