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Por José Francisco Villarreal

Mi agüelo Antonio, cuando estaba de ganas, solía contarme historias de miedo. Aprovechaba el escenario de las noches de otoño, cuando la luna iluminaba lo suficiente para sugerir todo tipo de formas fantásticas y vivas en árboles y hierbas. Debo decir que aquellas historias me causaban un miedo bastante divertido. No era lo mismo deconstruir el relato en mi imaginación, que enfrentar un enorme vampiro dientón en la pantalla del cine. En la narración oral, uno puede continuar la historia para castigar a los malos, salvar a los buenos… o al revés, dependiendo de qué humor psicopático estemos. Era divertido devolver a los fantasmas su penosa calidad de simple sábana, y meter a los espíritus en el todavía más penoso cajón del olvido. Don Toño no exageraba el miedo en sus historias. Era más terrorífico el cuento de hadas que me contaban mis agüelas, que siempre era el mismo, pero siempre era diferente. De las historias de miedo del agüelo recuerdo una muy simpática. No “Había una vez”, sino…

“Dicen que… allá por San Bartolo, muy cerquita de la sierra Papagayos, vivía un fulano muy jodido. ¡Peor que uno! Un día su señora lo mandó a cortar leña y el fulano fue a dar a una cañada, ya en el cerro. Ahí nomás que se encontró una cueva y oyó ruidos adentro. Con miedo, pero se metió a ver qué era. ¡Que va viendo montones y montones de monedas de pura plata! Ya iba a meter unas en el morral cuando se le aparece el Malo (el diablo) y le dice ‘Todo o nada’. El fulano vio que no podía cargar todo ni con una carreta, así que dijo, ‘Mejor nada’. Y se fue. Sin leña y todo tristón llegó a la casa y le contó a su señora. Ella le dijo ‘¡Ah como serás pendejo! Mañana yo voy, y vas a ver’. La señora fue al día siguiente con dos morralitos terciados y un cántaro. Le pasó lo mismo. El diablo le dijo ‘Todo o nada’. Entonces la señora, con mucho aplomo, le contestó: ‘Todo, pero de a poquito’. Y salió muy ufana con el cántaro y los morrales repletos de monedas. Y así siguió yendo todos los días hasta que no dejó ni el recuerdo. Porque, hasta eso, no se avorazaba; nomás con sus dos morralitos y el cántaro. Dicen que dejaron el rancho y compraron una casota en Los Ramones, y que luego acabaron yéndose a Monterrey. ¡Hasta cagaban plata los cabrones! Bien haya esa señora tan aguzada.”

En el acervo mundial abundan historias como la de mi agüelo, en donde un humano listo es capaz de burlar a un diablo. La última noticia que tuve de algo así fue en una película, Errementari, donde mi tocayo, el herrero Patxi, conservaba a un diablo en una jaula.

Tienta mucho hacer negocios con diablos así de bobos. Pero la Maldad es mucho más astuta y sofisticada que el mismísimo Satanás, porque no es un ente metafísico ni mítico sino una encarnación terriblemente real. Y no encarna en sapos ni en gatos negros sino en seres humanos.

Hace algunos años, durante una campaña electoral en el “viejo” Nuevo León, un candidato se pasó de cándido diciendo públicamente que sería capaz de sentarse a platicar con el mismo diablo con tal de acabar con la violencia desatada por los cárteles (los de delincuentes de cuello sucio, no los otros). El grito que pegaron los honorables reineros hasta activó las alarmas celestiales. Pero no, no se habían soltado los jinetes del Apocalipsis, sólo se trataba de que alguien, imprudentemente, había expuesto algo que, si no era una realidad ya, por lo menos era bastante verosímil, aunque en el supuesto de que fuera verdad, no se usaba para detener la violencia sino para sacar provecho de ella.

Manuel Espino, distinguido migrante del PAN acogido en Morena, propone convocar a una mesa de diálogo con el diablo, es decir, con los violentos cárteles mexicanos. Para los mexicanos no es una novedad. La relación entre funcionarios públicos y delincuentes organizados ha dejado de ser una mera sospecha. El diálogo siempre ha existido, el problema es que los ciudadanos no nos enteramos de cuáles son los acuerdos. No me suena tan mala la idea de sentarse a dialogar abiertamente, con un reporte puntual de los acuerdos y los beneficios que pudieran tener tanto ellos como nosotros. Pero hay un problema: los principios del Estado son, o deberían ser, los de todos los ciudadanos. Los de los delincuentes son otros, porque son una sociedad distinta, parasitaria, inserta dentro de la nuestra. Es poco menos que imposible conciliar ambos criterios.

En lo personal no me espanta, como no me espantó hace años, que se proponga establecer ese tipo de diabólicos diálogos. Me preocupa lo que tenga que ceder la sociedad para apaciguar el frenesí homicida de estos cárteles. Lo positivo es que, aunque se oye raro, a fin de cuentas son empresarios, y como tales, son pragmáticos. Se puede razonar con ellos. Pero, ¿qué se puede ceder a cambio de la paz? No es lo mismo liberar a un fulano para evitar una masacre de civiles, que conceder excepciones a una “industria” que necesariamente se desarrolla fuera de la ley. Porque lo que se concediera podría calmar las aguas turbulentas, pero también podría normalizar conductas incompatibles con quienes, aunque sea a regañadientes, tratamos de cumplir con la ley. El resultado podría ser la paz, pero además un cambio profundo en los principios y valores de los ciudadanos. No sería un simple diálogo de negocios sino un encuentro entre lo legal y lo ilegal, entre el bien y el mal.

A ver qué pasa, porque en ese posible diálogo ambas partes estarían como el diablo de la cueva de Papagayos: “Todo o nada”. Y una de esas partes trataría de ser como aquella señora, y llevarse todo, pero de a poquito… Lo que nos debe inquietar es, ¿cuál de las dos partes es tan astuta como la señora?

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// José Francisco Villarreal

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Autor: stafflostubos
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