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Por José Francisco Villarreal

Mi querido y admirado periodista Paco Tijerina Elguezabal advierte en sus sesudas reflexiones que ya, desde ahora mismo, más pronto que al ratito, empieza en Nuevo León la temporada electoral no oficial con las celebradísimas “guerras floridas”, bautizadas por el vulgo como “guerra sucia”. La tradición prehispánica ubica estas fiestas bélicas (Xochiyaoyotl) en momentos críticos, cuando los dioses estaban muy enojados y castigaban a los mexicas con hambre, enfermedades, sequías y cantantes mediocres con autotune. Entonces jugaban a las guerritas para reunir prisioneros y sacrificarlos, despellejarlos, eviscerarlos, descuartizarlos, cocinarlos y comerlos en honor a los malhumorados dioses. Acá pasa lo mismo, sólo que se sacrifica a políticos en el altar del desprestigio. Esto es peor que terminar inmolado en una olla de pozole; es vergonzoso… cuando se tiene vergüenza, si no, no. No sé qué tanto despoblaba esta costumbre a las tribus mesoamericanas, pero lo que es hoy, no pasa nada, porque los políticos son como la verdolaga, entre más los podas más cunden. Nunca van a faltarnos políticos. Eso sí, los tlatoanis siguen siendo los mismos y son prácticamente inmunes a las incursiones punitivas de sus enemigos que, al final, son todos moctezumas sin penacho y hermanos de la misma logia.

Son como los compadres que le van a diferente equipo de futbol pero ven el clásico desde el mismo palco y emborrachándose de la misma hielera (léase, erario).

Personalmente me gusta más el término “guerras floridas”, es más poético. “Guerra sucia”, aparte de sonar muy antihigiénico, es un contrasentido, porque por más honorable que sean los caudillos, en la batalla no hay pulcritud. Mientras los líderes dirigen la batalla desde sus profilácticos fueros, amparos y armaduras, la tropa combate y se bate en un lodazal de sanguazas, humillaciones e improperios. No hay detergente que pueda limpiar este percudido. Las tribus ciudadanas no hemos tenido respiro. Contra la tradición de las guerras de temporada, desde el 2017, y antes todavía, vivimos una perpetua “xochiyaoyotl” nacional. Ya estamos empachados de tantas honras, corazones y lenguas sangrantes. Como en toda guerra larga, el desgaste ha sido enorme; las víctimas directas y colaterales ya no caben en el perol pozolero. En el 2021 tuvimos nuestras escaramuzas electorales locales, donde, hay que decirlo, destacó un candidato, ex alcalde de Monterrey y ahora aspirante a fiscal estatal. Brillante despliegue de sus armas de destrucción masiva que al final, ¡qué pena!, le redituaron una napoleónica derrota. “¡Por poquiiiiito!”, diría el clásico comentarista de la lucha libre. Un lamentable desenlace para tan descarado pero genial estratega. Concedamos: en estas guerras no caben escrúpulos ni ética, ni lo más sucio acaba siendo lo más exitoso.

Es probable que se esté perdiendo un poco la perspectiva. Durante décadas, no ha habido cambios sustanciales en el arte de estas guerras floridas, son demasiado “retro”. Salvo por el encarnizamiento, lo demás siempre es lo mismo. Y el encarnizamiento, “valentía” le llaman los eufemistas, no depende de los generales sino de la tropa. Es decir, responden no al argumento sino al contexto. La lealtad partidista puede ayudar, pero sólo a los afiliados merinos que obedecen y no cuestionan estrategias. El ruido mediático ayuda mucho, porque el ciudadano común, sin criterio político ni información veraz, se suma a la batalla no por convicción sino para sentirse parte de un grupo. ¡Es que estamos tan solos en nuestra indigencia ciudadana! A más de uno he visto luego renegar de la calca naranja en su auto. El pueblo sí tiene vergüenza, pero se la aguanta. La decepción política es la depresión social de nuestros tiempos. Depresión tan fatal como la individual, pero más cruel porque zombifica nuestra conciencia como comunidad. Fuera menos tóxico el ambiente si en lugar de plantear expectativas fantásticas en campaña, expusieran objetivos reales. No tan radical como la “sangre, sudor y lágrimas” de Churchill, pero… más o menos. Además, el veneno de las guerras floridas electorales lo empeora todo. No hay dosis de amitriptilina que nos saque de este marasmo, y además es muy cara. Ayudan un poco, eso sí, un “clásico” deportivo, un festival abundante en alcohol y robos de celulares, o el concierto de algún grupo o cantante divinizados en Instagram.

Creo que se ha despreciado el impacto social de estas guerras floridas. Aquellos que son señalados con furia canónica sí sufren con el escándalo, hasta pueden ver frustradas sus aspiraciones políticas. Pero normalmente se trata de señalamientos públicos y pocas veces de denuncias formales. Y las denuncias suelen andar con desesperante lentitud, desecharse, o incluso perderse en la desmemoria colectiva. Puros fuegos de artificio. Los objetivos fijos no son eliminar al enemigo sino inmovilizarlo. No se ha considerado, o bien no se ha analizado correctamente, el desgaste social que han estado causando por años. Los dos ejemplos antedichos son ilustrativos. Ninguna de ambas guerras floridas han dado los resultados esperados, incluso han tenido resultados no deseados.

Es obvio que los generalísimos han menospreciado el desgaste social que producen. También han sobreestimado el poder de los medios de comunicación como alfiles en sus ataques y fintas; nunca como ahora los medios se han ganado a pulso el descrédito.

Como ninguna escaramuza ha tenido mayores consecuencias que mucho ruido y esguinces políticos, los milicianos de infantería podrían en cualquier momento renegar del generalato. Tal vez porque la raza socarrona empieza a creer que en la guerra florida, “sucia” que le dicen, la táctica se reduce a hostigar al enemigo, no a fortalecer las fuerzas propias ni proteger a los aliados que, en este caso, no son partidos sino los electores. Las trampas se construyen desde afuera, no desde adentro; y a veces son más admirables los que mejor se defienden y no los que más atacan.

Mal inicio para esta temporada de zopilotes (sí, cito a Taibo sin comillas, mea culpa). Nunca más oportuna la comparación cuando la política carroñera oscurece el panorama. Todavía es momento de encerrarse en sus war rooms, despedir a sus estrategas de siempre y reclutar a gente con igual o menor capacidad, pero decente y menos cara. Gastar más neuronas en una oferta política seria, sólida y realista, y menos en obedecer consignas e idear intrigas, chismes, latinusazos y martes de jaguares u ocelotes. Los electores, creo yo, se están cansando de ser títeres y empiezan a tomar decisiones inesperadas en los momentos menos oportunos. Las elecciones estatales en este 2023 son una buena oportunidad para medir la hipertensión social que han provocado y revisar la estrategia para el 2024. Nunca se logrará nada definitivo ni socialmente útil si se usan las elecciones para imponer una hegemonía de partidos. ¿No se han planteado alguna vez que la batalla electoral, limpia, honorable, sin sacrificios, gloriosa hasta en la derrota, sea para imponer la hegemonía de los ciudadanos? Sí, es una utopía, pero factible. Y además, perfectamente acorde con lo que llamamos Democracia. A menos que se intente deponer este régimen para imponer alguna innovación política tan “retro” como la guerra florida… una dictadura, por ejemplo.

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// José Francisco Villarreal

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Autor: stafflostubos
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