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Por José Francisco Villarreal

A mí nunca me ha gustado ir a eventos musicales masivos. Frente al magno concierto del artista de moda o el ya instalado en el empíreo musical, siempre respondí que prefería gastar mi dinero comprando el disco: me saldría más barato, más cómodo para la variz y el lumbago, y podría oírlo cuando se me pegara la gana y despatarrado en el sofá. Los pases de cortesía para conciertos, que me regalaban cuando tuve algún puesto importante en un área de noticias, los endosaba rápidamente; los pases para futbol ya ni me los ofrecían, sabían lo que opino sobre ese dizque deporte y que les respondería con un “¡Grrrr… acias!” Nunca me entusiasmaron las fotos en general, menos todavía las que me mostraban amigos y amigas después de cada incursión a un concierto. Para mí era patético ver la foto del interfecto risueño, colgado del brazo de la celebridad que, a su vez, ostentaba una sonrisa estatuaria y perfecta. Alguna vez me puse a pensar cómo esa foto cambiaría la vida, si no de ambos, por lo menos de uno de los retratados. Salvo para los reporteros de espectáculos, para quienes sería un dato de currículo, para los demás significan nada. Alguna vez, luego de una grabación en la que participé como guionista, el jefe de información me buscó para tomarme una foto con la artista invitada. Aunque es una actriz que admiro muchísimo (Susana Alexander), me excusé porque, de verdad, estaba muy ocupado. Quien trabaje en un área de noticias sabe de qué hablo.

Aquellas proto selfies ya me parecían inútiles entonces. Luego, con teléfonos cada vez más inteligentes que sus dueños, se hicieron pandémicas. Rebasaron el mundo del espectáculo para instalarse como ilustraciones de cuentos de hadas… y ogros. Una vida imaginaria, ostentosa, presuntuosa. No hace mucho vi una selfie colectiva de un grupo en el que conozco bien a la mayoría. La foto es brillante, alegre, feliz, fraternal. Pero si pusiéramos a todos en un cuadrilátero de Lucha Libre, faltarían esquinas para instalar a cada bando, ninguno técnico, puro rudo. Tan deplorable es este culto a lo aparente, que ha dislocado incluso la semántica de la información. Hay noticieros por TV donde ya no se sabe en dónde termina el comercial y en dónde empieza la nota. Parecen noticieros, pero no lo son. Hasta los reportes en vivo se parecen cada vez más a una selfie dinámica que a una nota en proceso.

Notamos ese uso y abuso de la selfie en las pasadas elecciones locales. No cabe duda que las selfies y sus variantes evolutivas como publicaciones en Facebook, flashazos instagrameros, tiktokes y dudosas primeras planas, tuvieron harto impacto en los electores, sobre todo en los que, por sus peculiares frustraciones, viven ese mundo de caramelo y algodones de azúcar. Raza que no siempre vota, siempre paga, y no sabe mandar ni le interesa aprender, así que elige al candidato más glamoroso para que mande por ellos. ¿Exagero? ¿De veras? ¿En esas campañas electorales replicadas en redes sociales hubo realmente alguna propuesta de gobierno seria y bien desarrollada? No, fue sólo un posicionamiento de imagen en quienes cuelgan su famélica autoestima en ídolos ajenos, distantes, pero deslumbrantes. 

Por supuesto que en el caso de Nuevo León no hubo excepciones. El joven Samuel, ídolo de las redes, se mantiene hashtagueado sistemáticamente. Así sea en Escocia, Egipto, Suiza o Los Ramones. La foto/video del gobernador sigue saturando redes y medios.

Bien curiosas, por ejemplo, las insistentes notas locales en donde se ponen por los cielos las actividades del joven Samuel en la cumbre económica de Davos. El placeo y la selfie son evidentes. No sé si lo invitaron o se invitó, aunque me inclino por lo segundo, pero no vi más que la típica foto: un personaje gris con uno importante. Como si la foto asegurara que por ósmosis se compartiera la fama. La mediocridad es mucho más contagiosa.

No sé si esa cumbre económica, en las condiciones en que está la economía mundial, sea el lugar indicado para promover inversiones. Aunque en México sigue ebullente la campaña para desprestigiar la fortaleza económica nacional, los empresarios y gobiernos extranjeros no son tontos, no se atienen a notas y declaraciones locales sino a las evaluaciones serias y sustentadas por entidades más objetivas. Toman sus decisiones en función de esas cifras y de esas tendencias, no de las rabias políticas ni de las zalamerías de un gobernador. Si nuestra economía fuera un desastre, no habría manera de que nos consideraran para invertir. Eso sí, deben evaluar bien los puntos en contra, que uno pudiera ser la dependencia nacional con la economía gringa. No creo que la lucha del gobierno federal contra empresas extranjeras corruptas e invasivas desanime a un inversionista honesto, o por lo menos serio. Lo que sin duda debe analizar con mayor cuidado es en qué lugares de México es más seguro invertir.

Sí, reconocemos que durante décadas Nuevo León ha sido un faro económico internacional. También debemos reconocer que una inversión extranjera necesita que el entorno de su inversión sea más o menos estable. Lo más lógico es que un gobernador, que no es más que un promotor de las ventajas que le facilita una economía nacional sólida, promueva lo que a él le compete directamente, es decir, una sociedad estable y segura. Supongo que en las selfies y videos en redes, selectivas y posadas, Nuevo León se ve muy bien. La realidad es que esto no es algo que el joven Samuel pueda presumir, y mucho menos basta para convencer a inversionistas. No estamos bien, estamos del nabo. Un ciudadano común y corriente, yo, es decir, muy corriente, tuvo que viajar hasta el centro del área metropolitana en tanto el gobernador se placeaba en Suiza. Primero, el transporte urbano, con las mismas carencias de años, pero además caro, caótico y tardado. Saturación de puesteros en banquetas que me hicieron avanzar a codazos en algunas zonas y en medio de la calle en otras. Asfixia, tos y afonía por respirar un par de horas el aire de esa región más transparente del polvo. Al regresar a casa, la desagradable sorpresa de saber que, si hubiera pasado una hora después por una calle que recorrí, hubiera sido testigo de un asesinato brutal. Y para rematar, a pesar de que el director de Agua y Drenaje acababa de asegurar que no habría cortes totales de agua, mis vecinos y yo sufrimos un corte total durante varias horas, y sin aviso. Ni hablar de los incidentes fatales diarios que evidencian que vivimos en un estado inseguro, así, sin matices ni estadísticas.

No veo cómo estas historias cotidianas y comunes, muestren a un estado feliz, óptimo para invertir. Supongo que empresas de seguridad, de cámaras de oxígeno, de transporte por aplicación, de tinacos y cisternas, y de compras en línea, podrían tener éxito asegurado. Es decir, empresas que subsanen las carencias que los gobiernos federal, estatal y municipales no han podido eliminar. Porque la foto del gobernador entre CEOs y mandatarios, en Suiza, no creo que convenza, ni a ellos ni a nosotros, de que somos una franquicia de Jauja o El Dorado. Cada empresa extranjera sabía perfectamente en dónde y en qué les convenía invertir mucho antes de llegar a Davos. No eran necesarios los buenos oficios del joven Samuel. Las selfies podrán servir para la egoteca del gobernador, nada más. Pero, de todo este panorama idílico en este estado del “ya merito”, del “sí pero no”, algo sí me preocupa mucho. Si una empresa extranjera sabe de antemano las desventajas de invertir en un estado inestable social y políticamente, es obvio que no negociará con las facilidades legítimas que se le puedan ofrecer sino con las ventajas que puede obtener de las desventajas. ¿Cómo? Pues abaratando la inversión, obteniendo privilegios justificados por el riesgo. Más preocupante porque durante años, nuestros mediocres políticos han promovido inversión extranjera como si fuera una colonización sin mestizaje. Como la Honourable East India Company, abuela del neoliberalismo, pero sin cañones y con más millones. De la selfie en Davos o en los Ramones, no supera ni al instante: el registro turístico de un itinerario donde el individuo engrandece su insignificancia frente al contexto: la caca de una paloma disolviéndose en la Fontana de Trevi en Roma. No más.

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// José Francisco Villarreal

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Autor: stafflostubos
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