Por José Francisco Villarreal
A estas alturas, todavía me asombra que una novela local, norteña hasta las cachas, hubiese tenido tanto impacto en gran parte del Continente Americano, incluyendo el “gabacho”. Durante mi niñez rural, allá en mi pueblo, las actividades vespertinas estuvieron condicionadas a la hora en que la T Grande (XET) transmitía la radionovela “El Ojo de Vidrio”. Nada de picar cebolla o segar maíz a esas horas, o acababa uno con un dedo menos. Toda la atención para seguir las andanzas de Porfirio Cadena, el bandido que por sabrá Dios qué artes sobrevivió a la mordida de una serpiente coralillo (lo que ya es una hazaña de por sí) y que cargaba un chaleco de malla bajo la camisa. Aquella saga norteña tuvo entre sus protagonistas a Jacinto de la Rosa, si no el primero, tal vez sí uno de los primeros personajes LGTB+etcétera en radio. Una inclusión precaria pero significativa. No recuerdo cómo Porfirio perdió un ojo, ni cómo solía escapar siempre de su némesis policiaca, el inspector Riveroll. El apellido de este policía era poco común para mí. No sé si el vate montemorelense don Rosendo Ocañas tuvo en mente a cierto personaje histórico con ese apellido, aunque con una historia breve. El teniente coronel Teodoro Jiménez Riveroll fue un militar a las órdenes del sanguinario general Aureliano Blanquet, y fue uno de los encargados de aprehender al presidente Francisco I. Madero. Murió en el intento, acribillado por un oficial del estado mayor presidencial, el teniente coronel oaxaqueño Gustavo Garmendia.
Coinciden los dos tenientes coroneles históricos con el ficticio inspector Riveroll. Los tres realizaron acciones de tipo policiaco. De hecho, el teniente Garmendia sí fue inspector de policía en la Ciudad de México. Los dos tenientes representaron cada uno un extremo de una tradición policiaca antiquísima, la protección y el abuso; ambos evidencian la naturaleza paramilitar de todos los cuerpos policiacos. Hasta los mexicas tenían sus “topillis”, armados con bastones, varas, palos… ¿toletes precortesianos? Eran militares al servicio exclusivo de la seguridad urbana (policías, bomberos e inspectores de salubridad), responsables ante el “cihuacóatl”, el juez, pero patrocinados por el estado. Me parece poco probable que los “topillis” cometieran abusos de cara a la autoridad bien organizada de los “calpullis” (barrios), que en ese entonces no se quejaban inútilmente como ahora sino que imponían esa autoridad. ¡Qué salvajes eran!, ¿verdad?
Pero para el progreso de México se debió olvidar a los “topillis”, los alguaciles virreinales, los rurales y la “acordada” porfiristas, y evolucionó a los cuerpos policiacos especializándolos, sea por jurisdicción geográfica o política, sea por perfil de delitos, etc. Cuerpos con organización militar y, como los “topillis” mexicas, guerreros entrenados pero limitados al ámbito civil; también sostenidos por el estado y también con inferioridad jerárquica ante la Justicia (Poder Judicial). Como nuestros modernos barrios se han diseñado astutamente para dividir no para coordinar, no hay manera de que los ciudadanos puedan censurar las malas acciones policiacas. En esta diáspora social, frente a una injusticia sólo nos queda clamar en el muro de las lamentaciones de los medios de comunicación y de las redes sociales. Porque hasta las manifestaciones, marchas y protestas públicas sirven más para difundir las injusticias no para corregirlas. Estos recursos intentan desesperadamente visibilizar la injusticia mediatizándola, y aun así, hay muchos medios muy socarrones. Cuántas veces nos han intentado indignar contra una manifestación enfatizando el caos vehicular, las pintas, la “destrucción” de monumentos, el ataque a comercios, la quema de monos, las mentadas de madre y, con frecuencia, las acciones violentas de “encapuchados” (as) que son la evidente especialización del antiguo oficio de reventadores y esquiroles.
No crean que desvarío. Estoy más bien como el Macario de Rulfo, sentado frente a la alcantarilla y viendo saltar las ranas de mi memoria. Sucede que mamá estaba muy indignada por la noticia de los policías estatales que fueron cesados por un secuestro y que, quiero suponer, ya estarán siendo procesados (si es que no los ampara un oportuno amparo). No eran novatos, llevaban algunos años en la institución. Es decir, es perfectamente razonable suponer que cometieran este u otros delitos similares durante años. También es muy probable que no sean los únicos policías estatales que tengan esas mañas, ni que esas prácticas se extiendan a otros cuerpos policiacos municipales, estatales y federales. Yo mismo alguna vez fui asaltado, literalmente, por un par de aquellos policías judiciales que evolucionaron, no sé si también en mañas, a policías ministeriales. Le comentaba a mamá que el primer policía “serio” del que tengo memoria fue el inspector Riveroll, de la radionovela… Rosendo Salazar, creo que se llamaba el actor. Más creíble y humano que los que había visto en cine y luego vi en TV… hasta que me topé con policías reales en la calle. Las experiencias, raras veces fueron afortunadas.
Los policías secuestradores, todavía presuntos ante la ley, no representan un hecho fortuito. Son el tufo de algo podrido en Dinamarca… y en Nuevo León; “¿Pecar o delinquir? He aquí el dilema”, apuntaría el orate genial de Hamlet. Y los policías abusivos, sin un gramo de vocación, moralidad y humanidad, no se complican la vida y eligen ambas cosas. Todas las esperanzas de combatir el crimen organizado y desorganizado se esfuman cuando años de descuido interno han favorecido la creación de este tipo de grupos; todos ellos usan su formación paramilitar no para proteger y servir sino para acosar y servirse. Los abusos policiacos no son excepcionales, son hasta predecibles. Los mandos policiacos, al asignar tareas, ya no sólo deberían atender a la seguridad pública contra el crimen, también contra los propios policías. Si no inteligentes, al menos deben ser muy astutos para identificar los tiempos y zonas en los que los ciudadanos estarían más expuestos al abuso policiaco. Y por supuesto, tomar medidas preventivas adicionales. El castigo podría funcionar, pero está visto que durante décadas disuade temporalmente a los perpetradores de los abusos, a los demás sólo les proporciona información para perfeccionar sus métodos y ser cada vez más cuidadosos.
Hay algo muy chueco en la formación de un policía que le hace creerse superior a los ciudadanos que debería proteger. Y hay una grave deficiencia en los poderes del estado que no han afirmado al ciudadano, como usuario de los servicios públicos, en el derecho y en la autoridad para censurar a todos los servidores públicos, incluyendo a los policías. Proteger es una obligación operativa, servir es una definición jerárquica donde la cúspide es la base social. Porque los abusos policiacos serán clandestinos pero no secretos. Son los ciudadanos los que se dan cuenta de ellos, y es a los ciudadanos a los últimos a los que se escucha. No hay diferencia entre cien mil pesos arrebatados a un empresario y cien pesos sustraídos a un jornalero ebrio. Ambos son el mismo pecado y son el mismo delito. Como pecado, por oscuros designios, Dios lo permite; pero como delito… ¿quién y por qué? En estas circunstancias, no hay blindaje posible para el ciudadano honesto… ¡ni el chaleco de malla de Porfirio Cadena!