Por José Francisco Villarreal
Dos amigos, uno que conozco, y otro que no en persona pero que leo, coincidieron en escribir algunas líneas sobre la música, ambos señalando los contenidos del pop-mexicano moderno. No confundamos, no se trata sólo de la música rural de no hace mucho tiempo. Los grandes consumidores de esa música ya son urbanos, su nostalgia por el campo es un espejismo. Un ejemplo típico es un vecino cuya estirpe ranchera se manifiesta un par de veces a la semana relinchando su troca, cargando una hielera llena de “botes” de cerveza “ligth”, transfigurándose bajo un sombrero que no sabe de asoleadas, y cantando clásicos norteños a todo volumen hasta altas horas de la madrugada-mañana. De hecho, no canta mal. Admito que mi calle con frecuencia se oye como zona de antros. Conviven ruidosamente los géneros más diversos. Últimamente hasta “metal”, y no de banda sinaloense. Para mí, que amanezco a las 4 de la mañana (el rigor de las píldoras), el reto es dormir cuando se pueda, así sea de pie y a media tarde. ¡Ah!, y es mentira la campaña contra los ruidosos en San Nicolás de los Garza (mientras escribo esto, 7:30 AM, unos vecinos todavía están desgañitándose con su kareoke). También es falsa en cualquier municipio donde sólo se proceda contra denuncia. Muchos evitamos denunciar y aguantamos la tortura para no crear conflictos en el barrio. Después de todo el barrio es la primer trinchera de una sociedad organizada. Por cierto, el barrio también es una veta muy descuidada por los gambusinos del voto.
Desde hace tiempo perdí la costumbre de sentarme a escuchar música. De las novedades musicales conozco sólo lo que programan mis vecinos en sus fiestas. A Nodal lo conozco por una vecina que lo cantó varias veces por semana durante casi un año. No me desagradan esas canciones… ¡con Nodal no con mi vecina! En esa amplia oferta musical que me procura el barrio, destacan, por repelentes, el reguetón y las narco elegías. En estos géneros musicales (¿?) es donde reconocí las quejas y las reflexiones de mis dos amigos. Uno, con una trayectoria periodística relevante, se queja básicamente de los contenidos; el otro, mucho más joven y con una gran formación académica, reflexiona sobre la conexión de esos contenidos con la gente. Ambos generalizan. Ambos apenas le soplan a la nata de ese atole musical urbano. Por lo menos reflexionan. Hay políticos que sólo aciertan a tomarse la foto con el “artista” de moda para contagiarse de su popularidad.
Hay que precisar que el reguetón, al menos el que me endilgan mis vecinos porque no sé si exista otro tipo, es algo como una retahíla soez cantada con una boca saturada de lidocaína y “corregida” en estudio. No estoy seguro si no entiendo la letra cantada con tan desganada dicción, o si prefiero no entenderla por higiene mental. Aunque no importa la letra, porque su “música” me parece escrita por un músico analfabeta sobre un grid para jugar al “gato” que se repite incesantemente. Me recuerda mucho al hipnótico sonido de mi vieja lavadora de ropa. Lo raro es que aun cuando se emita con una intensidad razonable, los tonos bajos tumban y retumban hasta por encima de tapones auditivos industriales (sí, los he probado). Eso confunde al sonómetro más sofisticado. Alguna vez me ganó la curiosidad y busqué en internet la letra de algunas de esas canciones (¿?). ¡No lo vuelvo a hacer! Me sentí tan culpable como en secundaria cuando volvíamos del rincón más alejado del patio después de ver las revistas pornográficas que llevaba el pícaro de la clase. No podría superar las conclusiones de mis dos doctos amigos sobre esta música, ni siquiera me atrevo a considerarla música. Eso sí, creo que yo hubiera sido un excelente reguetonero si me hubiera metido un par de canicas en la boca y luego versificara mi misoginia y mis confusiones, insatisfacciones o perversiones sexuales al ritmo de mi lavadora de ropa. No lo hice. ¡Qué artista perdió el mundo!
Las “narco elegías” son otra cosa. La música puede parecer rural pero es completamente urbana. Lo rural aparece incidentalmente en la letra, si acaso cuando se describe una masacre en un camino vecinal. Normalmente el cantante se auto elogia como si fuera un héroe o elogia a uno cuya valentía en realidad corresponde a los antivalores de un criminal sanguinario. No hay valores, sólo una engañosa autosuficiencia y un amor propio corrompido. En eso se parecería mucho a la propaganda electoral. Los corridos tumbados, que supongo parientes genéricos de las alucinaciones bravas de las narco elegías, la métrica forzada del hip-hop, y las pesadillas de Donato Alfonso Pancho de Sade traducidas al reguetón, hacen burbujear la gasolina de las briosas trocas y le ponen un toque de tinnitus a los kareokes de los porches. Recientemente he alucinado con un tal Peso Pluma, cuya viralidad deja perplejo al rating mundial del SarsCov 2 en sus mejores épocas. Por no dejar, me propuse escuchar un par de “rolas” del sujeto (no me atrevo a llamarles canciones). ¡Me encantó la música! Este niño tiene un respaldo musical infinitamente superior a su calidad como cantante. No me parece que cante bien; no mejor que yo con cuatro mezcales, mucho sentimiento, adenoides gordas y algo de tos. Pero insistí: vi al joven en el célebre show de Jimmy Fallon; comprobé que el mejor cantante de esa banda es el bajista. Ante un crooner como Peso Pluma comprendo por qué “ella baila sola”. ¡Y la letra! ¡Santo Cristo! Las tildes fonológicas arrojadas como bombas de racimo sobre el pentagrama y devastando a redondas, corcheas, fusas… La armonía de la música violentada por la disonancia humana. ¡El caos!
Ya no se trata de “tunear” voces, lo que ya es ganancia. Al contrario del monótono y artificioso reguetón, los corridos tumbados permiten que cualquiera tome un micrófono y diga cualquier tontería más o menos rimada. ¿Funciona? ¡Claro que sí! Así cantamos todos: mal y huyendo desesperadamente de la pauta musical. Comprendo que hasta a mi nieta le gusten las “rolas” de Peso Pluma. No se va a poner a conceptualizar el mensaje, sólo va a rasgar la voz, nasalizarla exageradamente, y tumbar la casa con los golpes sónicos de los mentados corridos tumbados. Ni Josué se atrevió a tanto en Jericó, hubieran caído las murallas desde el primer día. Ya no quiero preguntarme el por qué estos tipos de música se enraízan tanto, sobre todo entre los jóvenes y los chavorrucos. Debe ser algo sintomático. Debe tener algo que ver con la poca atención a los contenidos de los mensajes, que se da a todos los niveles, no sólo en la música: no importa lo que digo, importa que puedo decirlo. También debe ser que se nos ha condicionado al ruido citadino: el ritmo de la disonancia, la cadencia de la máquina, la armonía discordante. Si unimos ambas cosas, tal vez se aclare un poco cuál es la enfermedad, pero el virus sigue oculto. ¡Y todavía el gobernador García nos pregunta si traer o no al joven Peso Pluma a Nuevo León! ¡Ay don Samuel! Si Peso Pluma y todo lo que él y otros como él representan ya hace mucho tiempo que están aquí. La pregunta es por qué están aquí, porque no sólo se trata sólo de productos de la publicidad sino de algo más profundo y socialmente incapacitante. Tampoco se trata de halagar ni de cauterizar la sensibilidad de nuestros jóvenes, se trata de sanarla. Y por favor, que no empiecen con la monserga de la Moral inmutable; esto es otra cosa que incluso podría replantear nuestra hipócrita noción de la moralidad que, no olvidemos, no es una norma religiosa, ¡es una convención social!