Por Félix Cortés Camarillo
La última semana de junio, frente a las costas de Canadá, precisamente en donde se hundió en su viaje inaugural y celebérrimo el mayor trasatlántico de aquellos tiempos, el Titanic, un sumergible implosionó, por efecto de la conocida presión que en el mar aumenta conforme aumenta la profundidad. Sin duda alguna, murieron de inmediato cinco personas, uno de ellos el piloto, el otro un aparente guía de turistas de mar profundo, y tres pasajeros. Hasta donde se sabe, los pasajeros eran de pasaporte británico y origen pakistaní, además de fortuna muy amplia.
Su deseo y capricho, que les costó además de la vida un cuarto de millón de dólares por cabeza, era bajar cuatro kilómetros, no nos vamos a pelear por unos metros, para ver los restos del Titanic, allá en la profundidad. Ni siquiera se acercaron.
Hace un par de días, una familia entera de San Pedro Garza García, que no para de subrayar que es el municipio más rico del país –esto es, que es en donde viven los más ricos- falleció en las faldas del Himalaya cuando el helicóptero que les trasladaba a ver desde el aire el supuestamente extático panorama del “techo del cielo” se desplomó. Todos muertos.
La acumulación de la riqueza es un afán humano desde los tiempos bíblicos. Para mis inicios –mi padre quiso siempre enseñarnos la virtud del ahorro- fue solamente un objetivo a alcanzar como herramienta para tener satisfechas las necesidades esenciales del humano: comida, techo, salud y educación para uno y los suyos. Eso hicieron nuestros padres y los de mi generación. Ninguno de ellos soñó, soñamos, con amasar tal cantidad de dinero que nos permitiera banalidades como apostar en un club de Londres que se podía dar la vuelta al mundo en ochenta días, como contó deliciosamente Verne, o meterse a un sumergible peor que el Nautilus para ir a ver unos restos oxidados, pagarle a Elon Musk centenares de miles de dólares para treparse a uno de sus cohetes y experimentar un par de minutos la ingravidez. Nada que ver con la preñez, que se asocian por aquello de la gravidez.
Me duele sinceramente la horrible muerte de los despedazados por la presión bajo del mar. Igual la de los que vieron caer su helicóptero a las laderas nevadas del Himalaya antes de morir. Me duelen todas las muertes.
Sería pérfido condenar a los muertos en estos incidentes por ser ricos. Qué bueno que pudieron darse ese gusto, lástima que macabro.
Alguien atribuye a Octavio Paz esta famosa frase: No hay cosa más digna y más sana que cada quien haga lo que se le dé su chingada gana.
Yo creo que es auténtica.
PARA LA MAÑANERA (Porque no me dejan entrar sin tapabocas): Una de Cri-Cri: “Que todos los espectaculares estén muy atentos. Ha sido la orden que dio el General».
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