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Bárbara Jacobs y la vida después de Vicente Rojo

Bárbara Jacobs habla de su nuevo libro: De un reencuentro insospechado en adelante. Platicamos en la sala de su casa, en Rafael Checa, en Chimalistac, ese apacible barrio del sur de la ciudad en el que ha transcurrido la mayor parte de su vida. En ese lugar, espacioso, iluminado, con un gran jardín y esculturas de Vicente Rojo, había una casa vieja, “muy bonita”, que ella heredó y Vicente, su pareja durante 18 años, quiso derrumbar para construir una nueva diseñada por él, “pero la vivió muy poco”, dice con una voz tenue que en ocasiones parece quebrarse, pero la ironía, las bromas y las risas alejan —así sea fugazmente— la tristeza.

Vicente y Bárbara se conocieron a principios de 1971, cuando ella comenzaba su relación con Augusto (Tito) Monterroso y él estaba casado con Alba Cama. Desde entonces y hasta la muerte de Alba, el 8 de enero de 2003, fueron “dos parejas de amigos inseparables”. Cuando un mes después, el 7 de febrero, murió Monterroso, Bárbara sufrió una fuerte depresión y tuvo que ser internada en la Clínica San Rafael, donde Vicente la visitaba.

“Al salir de la clínica —recuerda—, él venía a la casa y salíamos a caminar. Un día mi mamá me dijo: A mí se me hace que Vicente ya te mira con otros ojos. Yo, típica mujer hipócrita, le respondí: ¿Tú crees, ma?

“Al poco tiempo comenzamos a vivir juntos en su casa de Dulce Olivia 57, después él construyó esta, pero, como te digo, la vivió poco, desgraciadamente”.

***

Pocos días después de la muerte de Alba, mientras esperaban que Bárbara sacara el auto del estacionamiento del restaurante de San Ángel al que habían ido a comer, Tito le dijo a Vicente:

     —Yo ya me voy a morir, te encargo mucho a Bárbara.

“Esto me lo contó Vicente”, dice la escritora, “doblemente viuda”, quien anota en su libro: “Vicente, por fortuna, atendió la recomendación de Tito, su amigo de toda la vida, y se encargó de mí, debo decir que con idéntica fortuna, idéntica bendición, a la mía”.

En sus dos relaciones amorosas Bárbara enfrentó recelos: “Con Tito por la diferencia de edad entre nosotros, cuando comenzamos él tenía 49 y yo 23 años.

“Mi mamá me decía”:

     —Babi (de niña me llamaban Babi, luego pasé a ser Babs, Babita o Barbarita), él es un hombre muy mayor para ti.

     —Mira, ma, los chicos que he tratado, de mi edad o un poco más grandes, me han caído súper bien, pero con nadie he podido hablar como puedo hablar con Tito —le respondí.

“Había una atracción muy fuerte entre nosotros. Después mi mamá lo empezó a amar. Todavía vivían mis abuelos y un día pasé en la mañana a saludarlos. Mi abuelo era muy mayor y estaba sentado, escuchando canciones en árabe. Cuando me vio, preguntó”:

     —¿Y Tito?

     —Está trabajando, papá —le dije.

     —Tú a esta casa no entras si no es con él.

     —De acuerdo —pensé.

“Lo quisieron muchísimo”.

     —¿Y con Vicente? —le digo.

“Con Vicente, por la reciente viudez de ambos, las pullas venían sobre todo… ¡de las mujeres, de las mujeres! ¡Qué horror, qué vergüenza! Por suerte ya se me olvidó el nombre de una de ellas, que en una exposición en la que había mucha gente, cuando me acerqué a saludarla me dijo”:

     —¡Qué desfachatez, se acaba de morir Tito y tú ya del brazo de Vicente! —me di la media vuelta y ahí la dejé.

Bárbara y Vicente fueron muy felices, y cuando él murió pensó incluso en suicidarse, pero encontró un camino de salvación: “Decidí no hacerlo, no suicidarme, pero sí cruzar los dedos todos los días para que la vida o lo que sea me llevara mi destino final cuanto antes. Para no matarme, hice este libro en el que incluyo dibujos de él. Hice también la recopilación de uno de ensayos que había escrito y publicado aquí y allá. Va a salir pronto en la editorial Era, se llama De la mano a la luz. Hay un tercero, completamente nuevo… y no te digo el título. Lo que sí te puedo decir es que es un poco autobiográfico. Ya ves que a mí me gusta meterme en mis libros, me interrogo”.

De un reencuentro insospechado en adelante contiene textos escritos para catálogos o invitaciones para exposiciones de Vicente Rojo, algunos a solicitud de él mismo. “Casi todos los comentarios que hay en el libro los llegó a leer Vicente, solo unos cuantos los hice cuando ya había muerto. Después de reunirlos escribí la presentación, que es puro chisme, es nuestra historia de amor completa, cómo nos conocimos, cómo fue nuestra relación, ahí está todo”.

Vicente murió el 17 de marzo de 2021, dos días después de cumplir 89 años. “No sé cuándo comencé a hacer este libro —dice Bárbara—, pero fue muy pronto —como yo iba a volverme loca— y lo publicaron rápido (en octubre de 2023).

“Nadie esperaba su muerte; él había tenido muchos años antes un serio problema del corazón —le quitaron un cuarto del músculo; después lo volvieron a operar y anduvo, así lo recuerdo, con una especie de flotador, de esos que usa la gente que no sabe nadar, para protegerse, porque por ahí andas por la vida y te puedes andar pegando con cualquier cosa—. Luego se recuperó y se lo quitaron. Cuando lo hospitalizaron yo estaba todo el tiempo con él, estaba consciente. Un día le comenté”:

     —Mira, ya te van a dar de alta, pero no nos vamos a ir hoy porque ya es tarde, nos iremos mañana.

“Cuando íbamos a regresar a la casa, lo vi y le dije”:

     —Al rato vengo, voy a bajar a desayunar.

“Al volver, mientras esperaba la hora de visita para a entrar nuevamente con él, salió el doctor, tenía los ojos rojos-rojos, y me dijo: Ya se nos fue. Entré a su cuarto a besarlo, a tomarlo de las manos, a platicarle. Como yo alguna vez había leído que el oído es el último sentido que se pierde, pensé: Yo aprovecho, y hablé con él bastante, así, al oído. Si lo que había leído es cierto o no, más me valía asegurarme. Y así fue”.

En el libro, una coedición de la Universidad Iberoamericana, El Colegio Nacional, la Universidad Veracruzana y el ITESO, Bárbara escribe sobre la insoportable ausencia de su compañero: “A veces, incluso me paro delante de la puerta de entrada de mi casa en espera de que Vicente vuelva y pase a quedarse conmigo para siempre. El agradecimiento a la Vida que pronunció por estar escribiendo De un reencuentro insospechado en adelante es particularmente potente”.

Afirma que cuando murió Vicente, ella también quería morirse. “Yo he tenido muchas enfermedades, entonces pensé: Vamos, que vengan otras, pero como no llegaron, como ya te comenté, me puse a escribir”.

Con una discreta sonrisa, continúa: “Realmente quería suicidarme, pero luego me dije: No, ¿qué van a decir tus lectores? (Risas). ¿Cómo vas a dejar a tus hermanos? Mi hermana mayor había muerto y aún la sigo extrañando. Me quería matar pero, como te digo, pensé en mis hermanos: Ahora soy la mayor y no les puedo hacer eso. ¿A quién más no les podía hacer eso, además de mis hermanos y mis lectores? —aunque habría venido muy bien porque eso llama la atención: ¿Se suicidó? ¡Ahhh! Vamos a leer—. (Risas). Pues no sé, quizás a dos o tres amigos a los que no quería incomodar. Qué iban a decir de mí”.

***

Aun en los momentos más delicados, Bárbara encuentra en el sentido del humor un bálsamo: “El humor no es hacer chistes, como bien sabes. Y el que no tiene sentido del humor no tiene gracia”. Asegura que tanto Tito, quien pasaba por tímido pero no lo era (“Yo le decía: ¿Tímido, tú?, ja ja ja”), como Vicente, tenían gran sentido del humor.

“Vicente era bien travieso”, comenta luego de recordarle que en mayo de 2012 llegó con zapatos de payaso, de charol rojo y blanco, a la exposición con la que 147 artistas le rindieron homenaje por sus 80 años en el Centro Cultural Universitario Tlatelolco. De acuerdo con la nota de Arturo Jiménez en La Jornada, Vicente dijo entonces: “Estos son unos zapatos que me regaló (un) queridísimo amigo y que me pongo en las ocasiones muy solemnes como esta”.

“Los dos tenían mucho sentido del humor, por eso eran tan amigos, aunque, claro, Tito no se hubiera puesto zapatos de payaso”, reitera Bárbara, quien luego de un breve silencio agrega: “Si no ves todo con sentido del humor, la vida es muy difícil, es muy difícil llevarse la vida con pura seriedad, no aguantas”.

     —¿Y tú, Barbarita? ¿Cómo llevas tu vida? —le pregunto mientras mi compañero Javier Ríos le toma fotos a ella, a su casa, a sus libros, a las fotografías de su mamá y su hermana, ambas bellísimas, en un portarretratos doble que se encuentra en una mesa de la sala. Minutos más tarde le tomará fotos al mueble donde ella guarda los diarios que escribe desde los 12 años. De uno de ellos sacó el primer cuento que publicó en su vida —recuerda exactamente la fecha: el domingo 7 de octubre de 1970 en el periódico Novedades.

“Soy una gente muy disciplinada y muy poco sociable —me dice—. Tengo muchos amigos, pero así para llamarlos o escribirles, tengo muy pocos. No hago fiestas aquí en mi casa, ya no invito a nadie a comer. Recién viuda de Vicente, dije: Tengo que hacer algo. Entonces hice un bazar feminista, al que llegaron dos caballeros. Uno de ellos era Carlos Pellicer, que es súper platicador y entretenido. Lo llamé y le dije”:

     —Pásame a Julia (su esposa).

     —No está, Barbarita, ¿quieres que le dé un recado?

     —Quiero invitarla a un bazar feminista.

     —Qué día es, Barbarita —cuando se lo dije, me respondió:

     —Ahí nos vemos…

“Pensé: Si no te estoy invitando a ti. ¡Se llama Bazar feminista! (risas). Pero llegó, por suerte, porque entretuvo a todo el mundo. El otro amigo, al que siento como mi cómplice, es Marco Perilli. Cuando le avisé me dijo”:

     —Pero, Bárbara, ¿cómo me invitas a un bazar feminista?

     —Marco —le respondí—, tú vas a ser mi aliado contra todas esas mujeres, yo qué hago sola con todas ellas.

“Ese bazar feminista fue una manera de presentarme yo sola, y doblemente viuda. Esa fue la primera y única fiesta o actividad social que hice. Asistieron 60 mujeres más dos hombres —un invitado y un colado, que afortunadamente vino—. Pero recuerdo mucho que Marco me decía”:

     —Bárbara, ¿cómo me invitas a un bazar feminista?

     —Marco, si no estás tú, yo me salgo —le dije.

“Todo salió muy bien, sesenta chicas; recorrí toda mi vida, chicas de la primaria… Bueno, estudié la High School en Montreal, de donde no podía invitar a nadie. Pero vinieron de la prepa, de la universidad y algunas amigas de toda la vida”.

***

     —¿Cómo son tus días? —le pregunto.

“Mira, para no cometer ningún acto heroico, me la paso leyendo toda la mañana, salgo a tomar un café en las tardes y regreso, siempre acompañada. Tengo asistencia 24 horas porque me caigo mucho y la necesito. Salgo a mi cafecito, regreso y sigo leyendo. Me preparo para la cama, me meto a leer otro rato hasta que me duermo, como a las 11 o 12 y me despierto como a las 7 u 8 de la mañana”.

     —¿A qué hora escribes?

“Cuando puedo, en el día, en la tarde o en la noche, eso sí, diariamente. Cuando estoy escribiendo un artículo, un libro, algo así, te puedo decir que me como la hora de comer. Escribo mucho a mano y después empiezo a trabajar en la computadora. Los primeros borradores o lo que garabateo es a mano, y guardo todo, soy obsesiva, no rompo nada”.

     —¿Cómo trabajabas cuando estabas con Vicente?

“Cada quien hacía lo suyo: él pintaba y yo escribía. Él tenía su estudio en Coyoacán (diseñado por Felipe Leal, en la calle de Carranza). En esta casa, ese (señala un pequeño espacio iluminado) era su estudio. Aquí no pintaba ni nada pero sí hacia bocetos o, en fin, cosas así”.

     —¿Y cuándo él murió…? —antes de poder concluir la pregunta, responde:

“No, pues se me acabó la vida”.

Imagen portada: Javier Ríos | MILENIO

Fuente:

// Con información de Milenio

Vía / Autor:

// Staff

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Autor: lostubos
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