En ‘Tótem’, Lila Avilés contrasta, desde la mirada de una niña, el encanto de los regalos de la vida y el dolor de la inevitabilidad de la muerte.
En 1991, Jacques Rivette dirigió La bella latosa. Hay aquí un hombre que a lo largo de la película pinta un retrato que nunca vemos. Pero, ¿no lo vemos? En aquella ocasión escribí que la película ofrece a los espectadores la posibilidad de ver una pintura en su propio inconsciente; eso que por definición no existe hasta que se piensa; publicó MILENIO.
Con fuerza todavía mayor, la mexicana Lila Avilés regala a los espectadores una pintura que sólo podemos ver en las entrañas. Esta joya mexicana se llama Tótem (disponible en Netflix).
Sin necesidad de otra cosa que no sea un guión y unas actuaciones excepcionales, Avilés nos sumerge en la pintura de esta niña, Sol. Ha sido pintada con tantas capas que sólo puede verla el espectador audaz. Sol es hija de un moribundo. Ella tiene siete años y sabe ya que todo lo que ama se está apagando. Como las velas del pastel que durante el clímax ella y su padre van a soplar. Desde el inicio, Sol sabe que hay deseos que no pueden cumplirse, que esta hermosa familia en que vive, con tíos y primos latosos, con un padre que pinta y una madre que canta, se está extinguiendo.
El montaje lo anuncia también: en el jardín de la casa de campo hay escorpiones. Uno entiende que la protagonista crecerá para enfrentarse a una vida en que no bastan los buenos deseos. No basta, tampoco, el psicoanálisis (el abuelo a eso se dedica) ni la bruja que viene a limpiar las malas vibras en esta casa que pareciese paradisiaca, llena de plantas y gritos gentiles de quien pide a los niños que ayuden porque va a haber una fiesta de cumpleaños. Hay aquí una tía que fuma. Y otra se emborracha. Los invitados han comenzado a llegar a la fiesta de Tona. Esta tendría que ser ocasión para celebrar la existencia; un nuevo comienzo que se transforma más bien en un atardecer en que el Dios Jaguar (según afirma uno de los invitados) está por devorar al brillante Tonatiuh. Pero, ¿qué le ha robado la enfermedad al pintor moribundo?
La posibilidad de ver crecer a su hija: ver crecer a Sol. Justo por ello resulta tan conmovedor el regalo que su esposa prepara desde el inicio de la ficción: un acto circense en que Tona ve a su hija ya grande y cantando un aria de Donizetti: “Derrama lágrimas sobre mi velo terrestre. Arriba, yo rezaré por ti”. Este punctum, que, dice Barthes es esa punzada que atraviesa el corazón de los espectadores, tiene la fuerza del gran cine del mundo. Ese que no necesita de otra cosa que un buen guion, una casa de campo y actuaciones que permitan que el arte transite con fluidez por los terrenos más conmovedores de la existencia humana.
Evidentemente, la originalidad de Tótem no estriba en ver todo lo que dejamos atrás cuando estamos muriendo. Si así fuese, bastaría leer La muerte de Iván Ilich de Tolstoi para haberlo aprendido todo sobre la muerte. Pero el cine a golpe de imágenes renace una y otra vez a pesar de la muerte que es inevitable y de que, como puede leerse en Tótem, ni el psicoanálisis ni la brujería ni el ritual de un cumpleaños en que todos muestran su amor, basta para detener lo inevitable. El eclipse de Sol. Esta niña que, sin embargo, queda inmortalizada en una pintura que sólo podremos ver si tenemos la sensibilidad de este pintor capaz de entender lo que significa morir. Eso queda en un lienzo qué le regala el día de su último cumpleaños: Tona sufre,
Lorca (así lo muestra el final): si muero, dejad el balcón abierto.
Tótem
Lila Avilés | México | 2023