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La bella napolitana. ‘Parthenope’, de Paolo Sorrentino

Por Fernando Zamora

Parthenope: los amores de Nápoles, de Paolo Sorrentino, está en cartelera. Y llegó con el garbo de un hombre que viene a enseñarnos a mirar. Ver a esta mujer que parece salida de un anuncio de cremas caras, perfumes caros. Nápoles y una vida en yate. Esta ciudad en que nació el cineasta Paolo Sorrentino termina por ser un decorado; publica MILENIO.

Puede que, al principio, uno se enfrente a la curiosidad de saber qué nos dirá ahora un hombre que ya antes llegó tan lejos. Pongámonos cómodos en el asiento y disfrutemos del color del mar, del modo artificioso en que los actores se mueven en escena (¡eso es montaje interno!, dice un sabio por allá) y disfrutemos del color de las telas que ondean. Poco a poco, lo lamento, la belleza comenzará a doler.

Pensemos en El gatopardo. En 1963, cuando la filmó Visconti, no existían los filtros de Instagram ni, por supuesto, la inteligencia artificial. Uno sabía que aquel artificio de belleza excesiva era difícil de crear como un Moisés renacentista. Y uno entraba en aquella película exquisita seducido por el trigo, por las cigarras y, claro, las telas coloridas que ondean por doquier. Porque tanto para Sorrentino como para Visconti la tela es una declaración de principios: tela y rostro, tela y cuerpo desnudo, tela y mármol: belleza barroca.

Estamos en Italia, el jardín del jardín de Borrell y sus aliados. La conclusión es ésta: en los más de sesenta años que separan El gatopardo de Parthenope, la belleza no suscita ya la exhalación histérica de quien casi desvanece al ver salir del mar a Bo Derek en 10, La mujer perfecta. La exquisitez de Sorrentino es automática y en el peor de los sentidos. Está ahí con ese saborcito que deja en los colores contrastados el Photoshop. En fin, que sin duda Parthenope es hermosa, pero la tecnología de hoy por hoy trae consigo algo más que tanto filtro endemoniado: la democratización que permite a los africanos contar sus historias, por ejemplo, o que un autor tailandés haga una puesta en abismo. Hay peligro en sugerir que esto es la belleza. Ya lo vimos con los académicos franceses. ¿Nos seguimos extasiando con Bouguereau? Puede que sí, pero desde mi trinchera, Jean-Michel Basquiat y Francis Bacon tienen más que decir.

La de Sorrentino es la belleza de una diosa amarga. Hundida ya como el adolescente que vimos en Fue la mano de Dios, el último aliento de un hombre que parece tan cansado de sí mismo como el Almodóvar que tuvo que reinventarse después del caos que formó con su carrera cuando se creyó de verdad que todo lo que dijera era importante sólo porque lo decía él. ¿Y qué hizo Almodóvar? ¿Siguió como Woody Allen entregando una tras otra la misma película? ¡Para nada! Aprendió de los japoneses, aprendió de los africanos, aprendió del minimalismo, de la tecnología, de todo lo que daba por sabido.

Sorrentino, con La grande bellezza, produjo el escenario metafísico para hablar del exilio y la pérdida. Con Youth lo dijo todo: el canto de una mujer y un grito que parece salido de Munch. Sorrentino en aquellos años dialogaba con nuestro inconsciente: ante tanta belleza ¿por qué morir? Y frente a aquellas obras, ¿Parthenope qué? Un silencio que invita a mirar.

Si Antonio Capuano —quien enseñó a filmar a Sorrentino— asistiera a esta película, no lo veo gritando: ¡nos traicionaste! Lo pienso caminando solo por las calles de su amada Nápoles. Fuma y recuerda a su alumno. Le dice como si estuviera con él, riendo de buena gana: Aò Paolè! Pero ¿Qué estabas tratando de filmar!

Parthenope: los amores de Nápoles

Paolo Sorrentino | Francia, Italia | 2024

Imagen portada: Especial

Fuente:

// Con información de Milenio

Vía / Autor:

// Staff

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Autor: lostubos
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