Por Félix Cortés Camarillo.
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De manera insólita el presidente López hizo el otro día lo insospechado: dijo una verdad.
A propósito de cualquier cosa admitió lo indudable: si él no logra pacificar el país, su proyecto llamado la cuarta transformación carecerá de sustento y trascendencia históricas.
Implícitamente, la declaración es una confesión del desplome de este régimen. A mitad del sexenio, uno de los fracasos más trascendentes del presidente López y su equipo se da en materia de seguridad.
No se trata solamente del incremento cotidiano de asesinatos por doquier en el territorio mexicano. Cierto, el sexenio de López Obrador pasará a la historia como el más sangriento de la historia patria. Pero a más de ello, es fácil adivinar la extensión de nuestro país que está fuera del mando de la autoridad oficial.
Nos acostumbramos, desde enero de este siglo en que agonizaba el sexenio de Salinas y poco más tarde iba a morir el candidato Luis Donaldo Colosio, a que los altos de Chiapas fueran terra ignota para el gobierno mexicano y que ahí nada más los chicharrones del EZLN tronaban. Pero eso era nostálgico, encapuchado, indígena y sobre todo lejano. Hoy Chenalhó sigue siendo territorio ajeno.
Pero también lo son la frontera chica de Tamaulipas, la costa chica de Guerrero, o los estados enteros de Sinaloa, Zacatecas, Michoacán, Oaxaca y las costas de Jalisco y -sobre todo- Nayarit. Todo ese territorio está en los mapas que le enseñamos a nuestros niños en la primaria diciéndoles que es parte del territorio nacional.
No es cierto: se trata de territorio ocupado por la delincuencia organizada, principalmente de los grupos de narcotraficantes que entre ellos se disputan a sangre y fuego el predominio. Sin tomar en cuenta los cuerpos de seguridad nacional. Policías, Guardia Nacional, marinos o soldados se esconden, se guardan, se ocultan o son desarmados cuando a los malitos se les da la gana y retenidos, humillados, vejados, a ciencia y paciencia de sus mandos.
El presidente López sostiene la tesis de que a la delincuencia se le vencerá si le quitamos la raíz que la alimenta: el hambre y la injusticia. Si se acaba con ellos y al mismo tiempo se fomenta la práctica de los valores morales de nuestras familias y la ética que debe predominar, todos los delincuentes del país, por la vía de la reflexión y el arrepentimiento, se van a portar bien.
Ese es el sustento ideológico de la repetida historieta de «abrazos, no balazos». Una historieta que se ve preciosa en el papel y se oye chido en el discurso pero que en la realidad suena chafa y se traduce en miles de muertos y familiares de los muertos. La vida, nos enteramos a diario, pende de un hilo muy frágil; sobre todo, el grosor de ese hilo no depende de los individuos.
Una vez constituido, todo Estado adquiere un compromiso múltiple con sus ciudadanos: pero en primer lugar, debe garantizarles el derecho a la vida. Una vida segura, tranquila, pacífica, sana, bien alimentada, con empleo, vivienda y hasta diversión.
Pero por encima de todo, a una vida. Segura.
Por definición, el Estado es la única entidad que tiene el derecho supremo a ejercer la violencia contra aquellos que violen ese derecho a la vida que se menciona antes.
Ningún Estado, ningún gobierno, tiene derecho a erigirse como secta religiosa evangelizadora que implore a los delincuentes que recuerden a sus madrecitas antes de partirle la madre al prójimo. La obligación del Estado no es repartir abrazos ni disparar balazos por doquier. La obligación del Estado en primer lugar es que sus ciudadanos puedan dormir tranquilos y seguros.
PARA LA MAÑANERA (porque no me dejan entrar sin tapaboca): Señor presidente, ya se cumplió un año de que el señor Lozoya, que cobraba como director de Pemex y todo mundo -incluyéndolo a él- dice que fue un corrupto durante su ejercicio. Lozoya no ha pisado cárcel. Ni la pisará, como dijo don Teofilito.