Por Eloy Garza González.
Hace unos días (11 de abril), se cumplió un aniversario más del natalicio del poeta León Felipe, nacido en 1884. A León Felipe se le leía con fervor en México, en los años setenta. Fue farmacéutico en España, lo encarcelaron en su país no por motivos ideológicos, como podría suponerse, sino porque cometió un fraude en su botica: falsificó documentos de un alquiler, según se dice. Fue mal actor, con una compañía ambulante que no pasó a mayores.
Debutó en la poesía pasados los treinta años de edad, con piezas ambiguas, que oscilaban entre el compromiso social y el poema puro. La bohemia de Madrid lo sumió en la pobreza y la incapacidad para sobrellevar la vida. Luego se exilió en México. Eso lo salvó de la perdición. Aquí se le dio un lugar entre los poetas desterrados. En su generación abundaron líricos modernistas con más recursos técnicos pero con menos sentimentalismo. Las nuevas formas poéticas en el destierro no fueron suyas, fueron de Luis Cernuda y Emilio Prados, este último injustamente olvidado por la actual crítica literaria tan veleidosa. León Felipe constató en el pueblo mexicano un moralismo difusamente ideológico pero sensiblero, al gusto del alma nacional. Embonó bien en ese contexto de proclamas facilonas.
Vibrante como una campana, hueco como una campana, León Felipe hacía poemas emotivos, pensados para ser declamados, más que leídos. Borges lo acusó de prosopopéyico y grandilocuente. Tradujo como quiso a Whitman, destrozó literariamente las tragedias de Shakespeare y se apropió del Quijote, como si fuera personaje alalimón con Cervantes.
Al final de sus días, en México, León Felipe escribió una oda aduladora a Gustavo Díaz Ordaz, nombrándolo paladín de los pueblos y fue el poeta preferido y laureado del Secretario de Gobernación Luis Echeverría, quien lo visitaba en su casa para intercambiar demagogias. Católico y anarquista, León Felipe murió como leyenda descafeinada, pero gozando de una equívoca popularidad. Un tercio de sus versos, sin embargo, los salvaría del fuego. Son líricamente impecables. Impactan al lector (o al escucha), en las dos acepciones del término: chocan violentamente y causan una fuerte impresión emocional.
Muchos estudiantes de mi generación (la de los setenta), con buena memoria, ganaron primeros lugares en concursos de declamación en las primarias con el socorrido poema de León Felipe, Qué lástima; el trofeo que obtuvieron en aquel entonces (baratijas de metal), se oxidan sin remedio en casa de sus madres. Pasó el tiempo y esos declamadores trasnochados no olvidan el mentado poema — tal es su fuerza sonora —, aunque lo recitan bajito para sostener el placer confeso por el idioma español.