Por José Francisco Villarreal
Hace un par de semanas, luego de un descanso breve y muy relativo, con algún achaque mortificándome, me dispuse religiosa, que no devotamente, a meterme a la cama con el firme propósito de dormir. Dicen que el sueño es reparador. Es posible. Aunque todo depende si se cumple una cuota mínima, regular y, sobre todo, en un solo abono diario. No es mi caso, me temo. Así que mi sueño no repara demasiado en las dos o tres diarias entregas de mi lucidez sacrificada ante altar del tiránico dios Hipnos.
En esa ocasión era muy temprano aún. Aproveché la aparición de un bostezo para hacer nido de una buena vez y soltar la pierna. Musité una plegaria rápida para conjurar la aparición tardía y ruidosa del “panadero con el pan” (cosa muy frecuente), y ¡a la cama!
Parece una tontería, pero dormir es una parte muy importante de la vida. Tal vez la más importante. Y hasta es paradójico que ese factor vital para nuestra lucidez sucede sin ella, ausentes de la realidad, vivos en la virtualidad del reino de los oniros (los mil hijos juguetones de don Hipnos). Si bien los signos vitales se reducen, los organismos no descansan, se ocupan en restaurarse. Uno no se despierta “como nuevo”, pero sí con un entusiasmo temporal muy útil a la hora de enfrentar la rutina.
En aquella noche que refiero, todo dispuesto para dormir, frenó mi intención un coro de carcajadas allá afuera. Luego, diálogos eufóricos a grito pelado. Finalmente, ¡música! A veces magnificada por un aparato, a veces por un acordeón en vivo, y en todo momento por los espontáneos berridos de los asistentes a una fiesta cercana. Así mi sueño esa noche, ¡y esa madrugada!, porque el concierto no bajó de ímpetu sino hasta menos de una hora antes de que sonara mi despertador (4:00 AM).
Esta anécdota no es ficción; es una cruda y sonámbula realidad. Y aquí no es excepcional; sucede dos, tres o más veces cada semana. La fuente es casi siempre la misma, y de poco o nada han servido reportes a la línea de vecinos ruidosos en San Nicolás. Todavía recuerdo cuando les enviaron patrullas para callarles una fiesta con banda… ¡Sí, banda de esas con tambora, tuba y cantante gritón!
Mi caso no es aislado. Las flamantes estadísticas del INEGI consignan que, en México, una fuente importante de problemas entre vecinos es el ruido excesivo. En el área metropolitana de Monterrey no hay barrio que no haya sufrido alguna vez o sufra siempre de esta plaga. He sabido que las quejas ante las policías preventivas muchas veces rebasan su capacidad de respuesta.
Y no sólo sucede de noche. Aquí mismo, a la otra cuadra, tenemos un sedicente ex diputado local panista que lidera un grupo regional, ensaya por las tardes, y asesina cualquier intento de siesta o de ver tranquilamente la telenovela. También sucede a media mañana, cuando a algunos se les ocurre hacer limpieza doméstica o lavar el auto, pero al ritmo estentóreo de cualquier género musical. Total, parece que campea una suerte de fobia al silencio, o que tenemos conciencias cada vez más acusadoras que hacen necesario ensordecernos.
Este jueves me entero que la diputada local emecista, Brenda Sánchez, presentó una iniciativa para que municipios y estado tengan más facultades para callar a los ruidosos. Hasta ahora sí proceden las quejas, pero normalmente por denuncia. La ley y los reglamentos limitan en cuanto acciones y sanciones. Además, el que se proceda por denuncia anónima puede funcionar, pero deja una secuela de problemas en el vecindario, sospechas y revanchas… yo ya las padecí, injustamente. Se trata de un verdadero problema social, pero se le atiende como si fuera un problema entre particulares. El ruidoso no sólo atenta contra quien lo denuncia, agrede la tranquilidad, intimidad, seguridad y salud de todos sus vecinos, aunque estos no lo tengan claro o digan que no les importa.
Doña Brenda tiene razón. Hay que ser más precisos en la ley y los reglamentos. Contra lo que los ruidosos piensan, no se trata de complacer el capricho de un vecino amargado. El ruido excesivo, literalmente mata. No sólo exacerba las crisis hipertensas, también suma ansiedad a la que ya sufrimos por la pandemia. Los barrios ruidosos abonan a la inseguridad de la zona y desploman la plusvalía. Los barrios ruidosos enfrentan a vecinos y no han faltado desenlaces trágicos.
No sé los detalles de la iniciativa de la diputada Sánchez. Sé que el ruido excesivo generado por vecinos, comercios (fijos y móviles), autos acústicamente alterados y empresas, es un problema real de salud y de seguridad, un problema grave que se atiende superficial y aleatoriamente. Es urgente que se revise la legislación, se ajusten reglamentos, y se precise la norma. Sobre todo esto último, porque con frecuencia no importa el volumen de la música sino la mezcla de bajos y agudos. Unos tapones acústicos pueden aislarnos de los sonidos agudos. De los bajos no, porque los bajos no se oyen, ¡se sienten! Y muchas veces, los temblorosos vidrios de mis ventanas lo han demostrado.
Cuando niño, a veces me quejaba de tener que dormir con hambre (por gula, porque nunca nos faltó alimento). Mi agüelo me decía: “No seas soflamero y ya duérmete. Bien puedes vivir una semana sin comer. Pero, a ver, trata de pasar tres días sin dormir”. Y, en efecto, es una experiencia aterradora.