Por Félix Cortés Camarillo
Me contó Esteban Arce que un día, de los tiempos de su irreverente entonces programa «»El Calabozo»El Calabozo», Emilio Azcárraga Milmo los citó a él y al Burro (así se hace llamar) Van Rankin a su oficina, por algún motivo que ya no quiere recordar. En el curso de la plática le dijo al dueño de Televisa: ¿sabe que yo lo puse a usted en mi testamento? La sorpresa y la risa vinieron juntas: y ¿por qué me ibas a poner a mí en tu testamento si no tienes nada?
–Por aquello de la reciprocidad.
Ahí terminó la junta.
El mismo Azcárraga me preguntó hace muchos años si yo había hecho mi testamento. ¿Para qué si mis bienes son tan pocos? Me contestó con razón que así fuere que sólo tuviese una modesta cuenta de banco, si me moría sin haber designado al o los beneficiarios de mis bienes, obviamente seres de mi cercanía y mi afecto, lo único que les estaría dejando eran problemas, molestias y –eventualmente– fracturas en sus lazos familiares y de estima. Hoy, con menos bienes que entonces tengo desde hace años mi testamento, como lo tiene Bertha, mi amada esposa.
Lo recordé porque la conseja popular afirma que los testamentos comienzan invariablemente con la frase de “yo, fulano de tal, en pleno uso de mis facultades mentales…”. La realidad actual no es así: la fórmula no es requerida por ley y ¿quién es uno para juzgar sus propias facultades mentales?
Todo esto viene a colación por la más reciente ocurrencia –ojalá fuera la última– del presidente López al informar que después del cateterismo del sábado se encuentra físicamente bien, pero que si por las moscas tiene un “testamento político” para el caso de su muerte mientras está en funciones presidenciales.
No son pocas las críticas que esta declaración ha desatado, basadas en que el presidente López no es dueño del país y por tanto no puede dejarlo en herencia a nadie. Lo cual es cierto. También lo es, sin embargo, que la definición de testamento que da la Academia de la Lengua es muy clara: “declaración que de su última voluntad hace alguien, disponiendo de bienes y asuntos que le atañen para después de su muerte”. Los críticos de la ocurrencia presidencial asumimos que el testamento del que habla solamente se refiere a los bienes que deja el difunto y no de los “asuntos que le atañen”. Obviamente, los asuntos que le atañen en estos tiempos a Andrés Manuel López Obrador son los de la Presidencia de la República.
Solamente que en este país, y en todos los países civilizados del mundo, la disposición de los asuntos del presidente de la República, cualquiera que sea su nombre, está plena y específicamente decidida en las leyes vigentes de nuestro país, que el presiente López juró cumplir y hacer cumplir.
Es claro que lo que el presidente López pretende con su testamento político es dejar establecidas directrices que quien le suceda, sea del partido que fuere, debe obedecer dócilmente para que su proyecto de lo que él llama transformación no sufra ni la modificación de una coma.
Naturalmente, es un absurdo.
Se me antoja volver a la vieja fórmula testamentaria de “en pleno uso de sus facultades mentales”.
PREGUNTA PARA LA MAÑANERA (porque no me dejan entrar sin tapabocas): señor presidente, cuide mucho su salud. Los mexicanos queremos tener un presidente al menos físicamente sano dos años más. También queremos un expresidente saludable y retirado en su rancho.
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