Por Félix Cortés Camarillo
En el pueblo cantábrico de Santillana del Mar existe un museo pequeño y aterrador, el Museo de la Tortura de la Inquisición. Alberga unas setenta piezas, entre originales y reproducciones, de los instrumentos que la abominable institución para la defensa de la fe usara desde la Edad Media para torturar, frecuentemente hasta la muerte, a los infieles a fin de que confesaran su pecado. Por alguno de los rincones hay una muestra de la versión modificada de la picota.
La picota original no era más que un poste –o varios, según el caso– que se clavaba en el suelo a la entrada de las ciudades, coronado por la cabeza de los infieles ejecutados para advertencia de quien cayera en tentación de infidelidad. En la versión americana, las cabezas del cura Hidalgo y otros padres de la Patria fueron expuestas en la Alhóndiga de Granaditas, Guanajuato, luego de la traición de Elizondo en Acatita de Baján, Coahuila.
La forma moderada de la picota es un par de barrotes unidos por una cincha, con dos agujeros por los que al separarse los maderos se metían las manos del castigado que quedaba así aprisionado. De manera semejante a las cabezas de los muertos, los cuerpos de los castigados eran exhibidos en lugar público para escarnio y vergüenza de ellos. Generalmente sus pecados eran de embriaguez o robos menores.
Azuzados por el verbo flamígero del presidente López, sus borregos ciegos y dóciles han retomado el concepto de la picota para exhibir a todo aquel legislador que se atreva a pensar diferente del jefe de la cuarta simulación, y llevar su convicción al extremo de votar en contra de una iniciativa presidencial concebida a que “no se le cambiara ni una coma”. El motivo aparente de llamar traidores a la Patria a estos diputados es informar al pueblo los nombres y efigies –les faltó poner la dirección– de quienes, según los jueces improvisados, no representaron al pueblo noble y sabio con su dócil voto.
La verdadera intención es comenzar la campaña electoral inmediata y todas las que siguen. La consecuencia previsible es que una turbamulta espontánea o comprada se lance a agredir físicamente a los traidores a la patria. Algo que en derecho penal se llama incitación a la violencia. La campaña, formalmente interpretada por el líder de Morena, Mario Delgado, convoca a que “no olvidemos nunca quién le dio la espalda al pueblo, a nuestros hijos y nietos; quiénes deshonraron tantos siglos de historia como nación”.
No me resulta agradable en forma alguna coincidir con semejante amanuense, pero en esencia tiene razón. No los olvidemos. No olvidemos a los verdaderos culpables de alta traición, que lo siguen siendo todos los días. Que han dejado pasar por debajo de sus puentes del poder los ríos de mujeres asesinadas por el mero hecho de serlo. Que siguen negando medicamentos a los niños enfermos de cáncer que siguen muriendo. Que cerraron las escuelas de tiempo completo para que el gobierno ahorrase el costo de los únicos alimentos que los alumnos pobres consumían. Que condenaron a las madres sin marido pero con hijos a dejar sus trabajos porque las estancias fueron clausuradas; que desatendieron la línea 12 del metro matando a dos docenas de inocentes y conservando la total impunidad. Los que insisten en cumplir el capricho presidencial de dañar la riqueza natural de la península de Yucatán para hacer un tren que será dos veces lo útil que es el aeropuerto Felipe Ángeles.
Hay muchas otras muestras de alta traición. Cotidianas e inadvertidas en su mayoría. Sólo hay que orientar bien la mira. Y llenar apropiadamente la picota.
PILÓN PARA LA MAÑANERA (porque no me dejan entrar sin tapabocas): la pandilla anda suelta y cada uno jala la cobija para su lado. Esa es la formula perfecta para que nadie quede tapado. Scherer contra Gertz; Ackerman frente a Epigmenio. Claudia contra Marcelo. Todos contra Monreal; Delgado contra todos. Supongo que esa era la idea de la regeneración nacional del maestro López, graduado cum laude en el PRI.
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