Por Félix Cortés Camarillo
Algunos años después de haber conformado el grupo musical Los Duendes y el equipo de basquetbol juvenil del mismo nombre con mis hermanos de elección –que suelen ser mejores que los de consanguinidad– me resigné a ser un deportista de sofá. La tocada se nos daba bien; la canasta menos. Mejor, para mí, el control remoto de la tele, en donde veo mujeres y hombres bien dotados realizando proezas físicas que ya quisiéramos, a la edad de ellos: ya no se diga de las nuestras.
Hace unos días leí una disertación en un diario español sobre si Rafael Nadal y Novak Djokovic debieran ya retirarse del tenis, que suelo ver con fruición mayor en televisión, porque ya están viejos. El español tiene 36 años y el serbio 35. Para el tenis son muchochos. Para el béisbol o el golf, están en la flor de la edad.
El tema es que en el desayuno de los viernes con mis amigos hablamos sobre el culto a la juventud, que en México existe en todos lados pero de manera particular se manifiesta en la política o la cosa pública. En el sexenio de los setenta, Luis Echeverría puso en circulación esa efebocracia. Juan José Bremer, Carlos Armando Biebrich o Ignacio Ovalle fueron rutilantes estrellas de ese firmamento. Biebrich tuvo que dejar la gubernatura de Sonora por creerse el cuento: por lo mismo, Ignacio Ovalle tiene encima en la cuarta simulación una acusación –no tengo idea de su fundamento– por desfalco de ochenta mil millones de pesos en lo que dejaron de la Conasupo. Lo que no debemos perder de vista es que la juventud no es garantía de eficiencia; si acaso, de audacia.
Desde las tribus ancestrales que no tienen historia conocida, desde los mayas, los griegos y los romanos que tienen un poquito, la sociedad ha rendido una veneración y un respeto a los mayores. Abuelos y padres, por el hecho de serlo, eran autoridad. Así nos enseñaron a los de mi generación, y así estaba constituido el consejo de los ancianos en las tribus primitivas o el senado romano. Dice Francois de La Rochefoucauld que a los viejos nos gusta dar buenos consejos ante la vergüenza de no poder dar malos ejemplos. Ciertamente tiene razón.
El presidente López, cuando se refiere a su no-reelección pero sí permanencia, habla de un cambio generacional. Desde luego, él es menor que yo y sus corcholatas más, pero ni mi edad ni la de los que insinúa poner en la silla que ocupa, son garantía de nada: en el caso de los mayores, puede insinuar la virtud de un mejor juicio, por haber disminuido en él la dosis de pasión. Nada más.
En mi estado norteño, cuya gente es desde siempre impulsiva, pertinaz, llena de audacia, los minoritarios votantes eligieron a un chamaco imberbe como su gobernador, el joven Samuel García, entre otras causas porque era joven y porque tiene una esposa guapa, y porque ambos se pasaron por el arco del triunfo la restricción por la pandemia a ceremonias religiosas en la Catedral de Monterrey para celebrar ahí su boda.
¿Escribí imberbe? Seguramente el mentón del señor gobernador ya tiene pelos, que seguro se rasura. Y si no tiene, eso no importa. Claro que es menor que Nadal y Djokovic, para volver al inicio, y es mucho más torpe con el revés, la bolea, el saque y el smash que cualquiera de los dos.
La única opción que le ve Samuelito a la sed, la ausencia del agua, su administración y proveeduría, la mayor crisis del estado de su nuevo New Lion es rezarle a la virgen de la Cueva. Qué llueva, qué llueva.
PILÓN PARA LA MAÑANERA (porque no me dejan entrar sin tapabocas): Con todo respeto, señor presidente: estoy seguro de que no lo pensó así, pero la corcholata mayor de su refresco será la que mejor maneje el berenjenal en que usted metió a México violando el tratado de comercio con los de arriba. Quiero decir, el Norte.
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