Por Francisco Villarreal
A pesar de que se hicieron monumentales decomisos de pirotecnia durante diciembre pasado, no nos salvamos del concierto de pólvora, especialmente hacia la medianoche del 31 de diciembre y las primeras horas del 1 de enero. En casa decidimos no hacer una cena especial de fin de año; mejor diferimos la comilona para el día siguiente, ya sin sobresaltos por gritos, abrazos, cohetes y perros aterrorizados. No por causar antojos, pero el jamón me quedó perfecto: rosado, especiado y con una ligera capa de grasa que le daría un mejor punto de humedad al hornearlo y me ahorró el tocino. Tras unas horas de un buen baño de adobo, poco después de las 2 de la tarde del domingo, el jamoncito, coloradito, entró al horno en procesión con devotas papas y fieles zanahorias. Se prefiguraba una comida sabrosa y tranquila, salvo por aislados pero tercos cohetes que seguían sonando hasta esas horas.
El humilde holocausto a la gula se portó a la altura. Noble, jugoso y bien cocido. Más tarde salió a su último baño de adobo, ya nada más para el toque dorado final. En eso estaba cuando se oyó un fuerte golpe seco y metálico. Luego un silbido intenso y creciente. Lo demás fue puro terror. Explosiones constantes y el silbido todavía más intenso y amenazante. Si tuvimos que tolerar la estupidez de los truena cohetes durante las primeras horas de este año, esta vez fue una estridente y amenazante bienvenida al año nuevo. Una batería de camiones-pipa, estacionados en un distribuidor de gas cercano, se incendió y estalló. Más de la mitad de mis vecinos cargaron con familia y mascotas y huyeron. Otros nos quedamos a esperar una indicación oficial. En nuestro caso, sólo nos pidieron no salir de casa. Algunos más cercanos al incendio sí fueron obligados a buscar refugio.
El jamón quedó muy bien, y la pasta, pero la verdad comimos con poco apetito. Un pequeño atisbo de lo que significa vivir bajo fuego, no sólo por la guerra, la violencia y la delincuencia en general también cuentan. Las explosiones y el ruido constante del gas fugando y consumiéndose, la incapacidad para defenderse de esa amenaza, la incertidumbre por el minuto siguiente. Aunque tenía la convicción de que no eran los depósitos de gas los que se incendiaban, no estaba seguro, ni del alcance de la conflagración si lo fueran.
Vecinos cercanos, y otros no tanto, ya se empezaron a organizar para exigir la reubicación de la empresa gasera. Haría lo mismo cualquiera que hubiera estado lo suficientemente cerca para escuchar o ver el incendio. Fue terrorífico. En lo que a mí respecta, me faltan datos. No sé si el volumen de almacenamiento represente un riesgo en función de la potencia de una eventual explosión y hasta qué distancia. No sé si la empresa estaba instalada ahí antes de que se urbanizara alrededor de ella, o fue al revés. En cualquier caso deberían divulgar los términos tanto de los permisos para la empresa como para los desarrolladores urbanos. Algo ahí no cuadra. Considero que sí se debe tomar en cuenta que el incendio y explosiones no fueron en el depósito sino en camiones estacionados lejos de él y convenientemente parapetados por un muro respecto al área poblada. Me intriga cómo pudo iniciar un incendio en vehículos inmovilizados y aislados, en un día de asueto, y en unas instalaciones prácticamente vacías. Aventuro a suponer que había si acaso un guardia en el área de oficinas. Sin conceder del todo la versión de la empresa sobre el estallido de un cohete, yo sí lo considero bastante probable. No veo muy posible una combustión espontánea en vehículos estacionados durante horas y en condiciones climáticas moderadas.
Y como a mí nadie me quita de la cabeza que este incendio fue provocado por un cohete, y si no lo fue muy bien pudo ser provocado por uno, espero que, por lo menos en esta zona de San Nicolás, hayan quedado hartos de estallidos y petardos por año nuevo, navidad, septiembre o las fiestas patronales de “Lupita”, San Juan y Santo Domingo. Celebro los ostentosos decomisos de pirotecnia, que se presumieron por todos los medios. No nos emocionemos, la comercialización de esa pólvora festiva se ha prohibido pero no se ha combatido. Por cierto, cuando fui al Mesón Estrella a comprar carne barata para mi jamón, los puesteros ofrecían un variado surtido de cohetes y cohetones, justo a la vista de oficiales municipales. Que yo sepa, no hay sanción para quien usa esos productos, a pesar de que tronar un mísero cohete representa un impacto ambiental, ecológico y a la salud pública en general.
Supongo que aunque el incidente devaluará a los inmuebles cercanos a la empresa, el impuesto predial seguirá igual o subiendo. Si se reubica la empresa, apuesto a que de inmediato se urbanizará el área. Cualquiera que sea la solución que se dé para dar seguridad a los vecinos, y a la empresa, la memoria de este incendio durará un poco más en quienes fuimos testigos. Los norteños no comemos bolillos para curar el susto, nos “barremos” con cristal de alumbre o, en emergencias, tomamos una cucharada de azúcar. En casa optamos por el azúcar y el pan, pero juntos, en un panqué de frutas envinadas que además era el postre de la comida. Y no fue para menos, porque en otras ocasiones he visto a mis vecinos alarmados pero, esta vez no era alarma sino miedo, mucho miedo. Si este fue el recibimiento para este 2023, el postre del próximo fin de año no será un panqué, sino una pieza de piloncillo por persona… y un rosario.