Por Félix Cortés Camarillo
El arquitecto Andrés Ibarra, mi hermano por decisión, no me dejará mentir. El término zócalo ha tenido mal fario en su transcurso.
En su cuna del latin, socculus es diminutivo de la palabra que nombra a los suecos, esos bellos y cómodos zapatos de madera; cuando el teatro llegó de la Grecia culta a la decadente Roma, los actores de tragedia llevaban coturnos, zapatos de alta plataforma para hacerles visibles desde el anfiteatro. Los de comedia llevaban soccus. ¿Les gusta zapatilla? Por un camino comprensible, socculus pasó a significar basamento, pedestal, base, de alguna manera cimentación. En inglés, el término socket esencialmente significa soporte.
Por mediación de mi posible tatatarabuelo el zócalo nos llegó a México por otra vía, desde Marruecos, merced a la bendita colonización mora de Iberia. En árabe süq, que es mercado; viene del arameo süqa, que es plaza y esto del acadio süqya, que quiere decir calle. Y no hay para dónde irse: es un lugar a donde la gente acude para intercambiar mercancías o para ventilar la res pública.
Por eso la plaza mayor de la Ciudad de México –mi querido amigo Jesús Hermida le empataba, yo digo con razón, en el primer lugar mundial con la Plaza Roja de Moscú y la Mayor de Madrid- tomó potestad como sitio en donde las cosas importantes pasan para nuestra colectividad. Lo que ha llevado a los políticos de petate a medir su vigencia en términos numerológicos. ¿Quién llena un Zócalo? ¿O dos? ¿Medio? ¿Tres cuartas partes?
No tengo idea de cuanta gente acudió ayer por la mañana en Monterrey a mi plaza grandota. Tampoco cuántas personas contó mi mujer en Culiacán, mi hermana en Mérida o Alfonso en Veracruz. Si como dicen que en ciertas virtudes anatómicas el tamaño no importa sino el cómo se hace uso de él, la dimensión de nuestro zócalo no es lo que determina su peso.
No hay en el mundo zócalo capaz de albergar y arropar la cantidad de voluntades –voluntario viene de por ahí- que llegaron al zócalo capitalino para votar anticipadamente en las elecciones de 2024. La gaceta oficial del gobierno, se llama mañanera, dará su versión hoy lunes por la mañana y Lopitos dirá desde luego que fue un fracaso y que la capacidad de convocatoria quedó en evidencia. Pero él bien sabe que no hay Zócalo capaz de albergar la desesperanza, ira, rencor e irritación que su gobierno ha generado.
Por cierto, en mis devaneos matutinos pude ver cómo sobre un edificio frente a Palacio Nacional dejaban colgar, y luego descolgaban y escondían, una enorme manta con el logotipo del PAN afirmando en sus colores “García Luna no se toca”. Algún ingenioso barbero del presidente López quiso sumar puntos con su falso mensaje que coincide con el decir de Lopitos, y la corcholata mayor le mandó decir que le bajara de huevos –que por cierto siguen carísimos- a su acelere. Y le bajó.
Pero cualquiera que sea la lectura del importante acto de ayer, hay un sustrato inequívoco. Yo no sé a cómo van a cotizar hoy en la mañana las acciones de popularidad de Lopitos. Pero yo siento que miles de mexicanos emitieron ayer un voto. Un voto que, si Lopitos sigue mandando, no lo va a poder contabilizar el INE en 2024. Pero que a nosotros no se nos olvida. Y si ayer nos comprometimos a que nuestro voto no se toca, tenemos que ser consecuentes en nuestro decir.
PARA LA MAÑANERA (Porque no me dejan entrar sin tapabocas): Si Elon Musk quiere instalar su planta Tesla en Nuevo León, sólo tiene que esperar dos años o sobornar a un par de personas –cash only- y logrará lo que mejor conviene a su negocio y al final del día perjudicará al Estado. Si recalcula su plan de negocios se irá a las cercanías del AIFA y los carros eléctricos que salgan de ahí cargarán al usuario final con el sobreprecio. En ese caso, el presidente López y su pandilla cosecharán más votos de los que esperaban en Hidalgo y el Estado de México. Samuelito el bocón se quedará como el chinito: nomás milando. Nosotros, los mexicanos, seguiremos siendo los peones de un ajedrez imbécil.
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