El presidente López dio a conocer ayer su ocurrencia más reciente, que no será la última: pidió a los legisladores que aprueben una ley de austeridad, en la que específicamente se prohíba a los funcionarios públicos que puedan trabajar en empresas del ramo relacionado con sus responsabilidades oficiales, antes de que transcurran diez años de la separación de su cargo. Dicho en el lenguaje de los ranchos de mi norte querido, no hay que mezclar las preñadas con las paridas. Claro, ese lenguaje se refiere a las cabras.
El Presidente se refiere a los especialistas; el que sepa de agricultura que venga a mí y me ayude a mejorar el campo mexicano. El más calificado en materia de energéticos, que sea secretario del ramo en mi gobierno. El mejor en procuración de justicia que sea fiscal; y así en adelante, que quiere decir etcétera.
Si esto fuese aprobado por los legisladores –y yo apostaría que va a ser aprobado–, cuando termine este sexenio el ingeniero Javier Jiménez Espriú, con su enorme experiencia ingenieril y con dos estancias en la SCT en su curriculum, no podría aceptar chamba alguna en empresas relacionadas con comunicaciones o transportes hasta que cumpla 97 años, en el 2034. Doña Graciela Márquez Colín puede aceptar trabajo en algo relacionado con economía –que lo es todo– sólo cuando cumpla 69 años de edad. Dentro de seis años, la secretaria de Energía, doña Rocío Nahle, andará pellizcando los sesenta años, que no es edad, pero tendrá que esperar diez años más para ocuparse en cualquier empresa privada que tenga que ver con combustibles, así sea Resistol, donde ya trabajó.
¿De qué se supone que van a mantener a sus familias Jiménez Espriú, Márquez Colín, Nahle, o todos los demás altos funcionarios durante diez años? Se supone que hacen lo que mejor, y tal vez lo único, que saben hacer. ¿Podrían considerar una oferta de trabajo como capitán de meseros en algún hotel Ritz Carlton de la Riviera Francesa? Que hagan su cochinito, porque el gobierno paga muy bien, dice el Presidente. Que ahorren. Muy bien, que ahorren; hagamos números.
Si ningún funcionario público puede ganar más que el Presidente, digamos que el que más gana recibe un millón doscientos mil pesos al año. Si pretende hacerse un colchoncito para cuando termine el sexenio y mantener durante diez años en el desempleo el nivel de vida que hoy tiene, tendrá que guardar mucho dinero. Digamos que guarda la mitad de su sueldo –que alguien me diga cómo se le hace–; esto es medio millón al año. Cuando en diciembre del 2024 entregue la oficina a su cargo habría ahorrado tres millones de pesos, con los que tendría que vivir diez años antes de conseguir chamba en la IP, que no anda precisamente a la caza de carcamanes. Esto me da algo arriba de 25 mil pesos al mes. Eso, subrayo, guardando la mitad del sueldo.
Que ¿a dónde voy? Al extranjero. Si yo fuese un joven profesionista dotado excepcionalmente, por nada del mundo me iba a emplear con un gobierno ingrato que me condena desde ahora a la mediocridad en aras de la medianía republicana. Todo en aras de una medida populista y demagógica. Me voy a trabajar a donde me paguen muy bien y luego volveré, de parte de la Johnson & Johnson o la Monsanto o la Bayer para venderles a los funcionarios mexicanos del futuro asesoría extranjera en materia de pediatría, genética agrícola o medicina.
Mi padre decía, cuando alguna solución no aportaba nada al problema, que el caldo había salido más caro que las albóndigas. Los mexicanos dicen que al bañar al recién nacido no hay que botar el agua con el niño dentro. Y yo me pregunto, si el presidente López Obrador resulta experto en todo, ¿a dónde se va a ir a trabajar cuando termine su sexenio? Porque en la iniciativa privada está desde ya impedido por conflicto de intereses. Al menos por diez años.