Por Félix Cortés Camarillo.
Rinconcito de Patria
que sabe sufrir y cantar…
Agustín, el único, Veracruz
Este fin de semana he disfrutado el clima caluroso y humanamente cálido jarocho, en una ciudad que formalmente está celebrando cinco siglos de haber sido fundada, aunque la Villa Rica se haya aposentado en las proximidades del actual puerto. No me voy a referir, desde luego, a la ridícula pretensión del gobierno federal, de pedirle, en nombre de un México que hace quinientos años no existía, disculpas a una España que en aquel tiempo tampoco era todavía realidad, por los desmanes cometidos en contra de los pobladores del Valle de Anáhuac por parte de los conquistadores.
Se les olvida a los demandantes pedir perdón por las atrocidades cometidas por los aztecas en aquella guerra, no solamente en contra de los hombres blancos y barbados venidos del mar, sino también y en mayor número, en contra de las tribus circundantes y sometidas al imperio central. Se les olvida que, a diferencia de otros conquistadores de América, los españoles de Cortés se arrejuntaron con las indias para dar inicio al mestizaje que nos enorgullece, en lugar de aniquilarlas como hicieron los cuáqueros ingleses en la costa este de América del Norte o en el cono de América del Sur.
He vuelto a gozar de la buena mesa jarocha y de la grata brisa que me impide pensar en los aires capitalinos, que poco extraño. Y me ha dado una triste rabia observar el deterioro de los edificios y las calles del centro histórico del puerto, con fachadas que se están literalmente cayendo a pedazos.
Se va a recuperar el viejo rostro de Veracruz, me dicen los optimistas. Los próximos, anunciados, prometidos, desarrollo y ampliación del puerto, empeñan su palabra en una población creciente y preocupada por mejorar su medio ambiente. Se necesita inversión; pero se necesita disposición política. El gobierno estatal, carente de arrojo o de dineros –tal vez de ambos– no ha soltado la rienda abundante a la obra pública, según me afirman.
A cambio de ello, las restricciones a los intentos particulares de restaurar edificios en ruinas y abandonos, son muralla insalvable. La protección al patrimonio histórico y arqueológico de estas ruinas que veo, pone como condición a todos los intentos de salvamento la contratación de empresas favoritas del centro del país y el uso de herramientas antiguas, venerables y obsoletas; algo así como si la restauración de Notre Dame exigiera la llegada de masones extranjeros que la edificaron cuando nació Lutecia. El tufo de la corrupción que “ya no existe”, emana de esos obstáculos, me han contado mis amigos veracruzanos.
Ni modo, como dijo el flaco, el destino de este puerto es el de sufrir y cantar.