Por José Francisco Villarreal
El inicio de la maldita primavera es maravilloso pero bipolar. Los rescoldos de anémicos “frentes fríos” llegan inopinadamente y hacen del barómetro una fiesta de balancines. No sé quién inventó la primavera. Antes no había tal cosa; era verano, otoño e invierno, no más. A algún ocioso se le ocurrió cuadrar el círculo de las estaciones y creó un “primer verano”, y lo adornó con retoños, flores, abejitas y antihistamínicos. En estas tierras norestenses esa cuadratura no nos cuadra. Somos un largo verano que calcina al otoño y entibia al invierno. Hasta al jocoque le soplamos para que se enfríe. A cada embate de esa primavera, los viejos hipertensos padecemos desde la confusión hasta la postración. Cada cambio en la presión atmosférica hiperventila al cerebro y nos acosa con todo género de achaques y alucines. Otros más jóvenes, empezando con los millennials, sufren además los embates de las alergias. Por fortuna, a los baby boomers y a los de la generación X, así seamos reliquias arqueológicas, cuando niños sí usamos pañales de tela, nos dejaron jugar descalzos y comer la tierra de las macetas, lo que nos vacunó contra la anafilaxia estacional, ese rechazo orgánico hacia la Naturaleza que deberíamos interpretar más allá de una patología médica y más cerca de una desconexión con la Tierra.
Las noches del “primer verano” e incluso del “segundo”, eran magníficas, al menos para los que crecimos en el medio rural. Esas noches estrelladas eran un espectáculo. La abuela nos describía la Vía Láctea, la Osa, la Corona, el Cazador, la Cabellera de la Virgen, el Dragón… Luego nos arrullaba con aquel cuento eterno que eran todos los cuentos reunidos en un sólo universo. Fascinante cómo la fantasía se conectaba con el real silbido de la lechuza, el aullido del coyote, el chirrido de los insectos, los murmullos del viento en las ramas de los árboles… Ahora, de viejo, me doy cuenta de algo singular de aquel cuento. La historia en turno sucedía en reinos donde había todo tipo de personajes del pueblo llano, pero en la aristocracia sólo había reyes, reinas, príncipes y princesas. Ni un solo duque o duquesa, conde o condesa, marqués o marquesa. Hubo una excepción, cuando el valiente molinero y el astuto gato con botas se enfrentaban a trasnos, brujas y ogros: el molinero impostor se disfrazaba del Marqués de Carabás.
No entiendo cómo la abuela fue lo bastante juarista como para eliminar los títulos nobiliarios de aquel cuento eterno. Los norteños no somos juaristas. Nos acomodamos a la campaña publicitaria que don Porfirio diseñó para exaltar a su viejo enemigo como figura heroica. Astuto “Don Perfidio”, sellando también su pacto matrimonial con el liberalismo juarista a través de su suegro, don Manuel Romero Rubio. Que no nos extrañe ahora la inclusión política morenista, es ya una tradición. La abuela no entendió que el dictador creó una nueva aristocracia, sin títulos, con galones burocráticos y con largos o rebuscados apellidos. Polvorientos espectros nobiliarios que van por el mundo arrastrando las ramas secas de su árbol genealógico. Qué va de un sencillo “Juárez García” a un pomposo Lascuráin; o un salvaje y castizo “De León” jimenense a un galicísimo Limantour. Acá, broncos norestenses, insertamos silenciosamente, como una plegaria, a un “Reino” en el democrático Nuevo León.
Con estos antecedentes, nos seduce más el liberalismo exclusivo de Maximiliano que el ortodoxo de Juárez. El “emperador”, fiel católico, veía a la masonería como una amenaza; no se afilió pero sí envió a dos adláteres suyos al Rito Escocés: el doctor Semeleder y el coronel Günner. Una aristocracia plebeya, flamígera y filosófica de 33 grados, paralela a la flamante y consanguínea aristocracia “imperial”. Más tolerante que Juárez, el Archiduque esbozaba el garabato de la ampulosa derecha en la dictadura porfirista. Una luciente escala de Jacob hacia Dios o el Gran Arquitecto, y en cualquier caso, hacia el poder. Cualquier peldaño era bueno para plantarse e imponerse sobre los de abajo y someterse a los de arriba. Sin título nobiliario, pero con la misma dignidad, se obligaba al pueblo llano a la genuflexión.
Tal parece que no nos queremos deshacer de ese atavismo, aunque no alcancemos ni el primer peldaño en esa heráldica fatua. No queremos entender por qué el liberalismo decimonónico deshojó la flor nobiliaria. Todavía nos deslumbramos con títulos teatrales más bien cómicos ante un tenaz López, o un ingenioso Pérez, o un resiliente González. Hay mucho ultraderechismo de closet en los suspiros que despierta la aristocracia huera y anacrónica. Hasta el título de papa es superfluo frente al honorabilísimo y pastoral título de obispo, ya sea de Roma o de la Patagonia.
No es una lucha por salvar a una nación sino por crear un corporativo sin patria. Con la versión moderna de la Libertad de Expresión, que es como un hágase la voluntad de Dios en los bueyes del vecino, no en los míos, Cayetana Álvarez de Toledo y Peralta-Ramos insulta la sagrada hospitalidad. Amparada por el nobilísimo “libertario” regiomontano Ricardo Salinas, Cayetana se atrevió a hacer una campaña ilegal a favor de un frente político y así lo desnuda como facción sediciosa antipatriota. La aplicación de la ley a la diputada extranjera sería correcta pero políticamente inapropiada, dadas las condiciones de la grilla electoral. Oportuna la mujer, aprovecha la coyuntura para bendecir a un manojo de candidaturas auspiciadas por lo menos moralmente por fuerzas ultraderechistas internacionales. ¿De qué sirve el Artículo 33 constitucional si ha de aplicarse con cauta mesura? ¿De qué sirven un INE o un TRIFE que no chistan ante acciones de apoyo a grupos políticos, sean desde el extranjero o desde plataformas hipócritamente ciudadanas como legiones de espectros internautas, o miles de marchistas rosados, o estridentes campañas mediáticas?
Me caía mejor la otra Cayetana. Por lo menos Cayetana Fitz-James Stuart y de Silva, Duquesa de Alba, si no era discreta, sí era culta y divertida. Con notables claroscuros, pero ella sí era Grande de España, no como esta advenediza en nuestro proceso electoral. Me pregunto si no será otro caso del “Marqués de Carabás”: una impostura temeraria, pero no necesariamente valiente. Personalmente, el único título nobiliario mexicano que reconozco es el de don Juan Jaime Gutiérrez, Conde de Agualeguas. Los demás, son fantasías que ni siquiera cabían en el cuento de hadas de mi abuela.