El autor habla sobre ‘Hotel Nirvana’, su nueva obra, inspirada en los veranos que pasó en Zihuatanejo Timothy Leary, el «profeta del LSD», promotor de la regulación de las drogas que expandían la conciencia.
El teatro fue el amor de juventud de Juan Villoro (Ciudad de México, 1956), aunque sólo hasta la década pasada, por invitación de Luis de Tavira, entonces director de la Compañía Nacional de Teatro (CNT, 2008-2016), el premio Herralde de Novela 2004 retomó la carretera amarilla a los escenarios; publicó MILENIO.
Como Federico Fellini, su producción dramática incluye hoy 8 ½ obras, la más reciente, aunque no la más nueva, Hotel Nirvana, se estrena el jueves 4 de abril en Centro Nacional de las Artes, para una temporada de funciones de jueves a domingo hasta el 21 de abril, bajo la dirección de Antonio Castro.
Con 11 personajes, Hotel Nirvana está inspirada libremente en los veranos que pasó en Zihuatanejo, en los sesenta, el psicólogo estadounidense y profesor de la Universidad de Harvard, Timothy Leary (1920-1996), el profeta del LSD, promotor de la regulación de las drogas que expandían la conciencia.
“Hotel Nirvana ha tenido un proceso muy largo. Hace unos siete años, Luis de Tavira me invitó a escribir para la Compañía Nacional de Teatro. Y, entonces, tomé el atrevimiento de hacer una obra con muchos personajes, y eso sólo puedes lograr con una compañía de repertorio que te permita contar con un elenco amplio. El proyecto viene desde entonces, porque me tardé mucho en escribir el texto que me parecía muy complejo. Es la obra más nueva en la medida que es la última en estrenarse y en que muchas cosas que aparecen ahí han sido escritas durante los ensayos”, comenta en entrevista Villoro.
En el Hotel Nirvana, del autor de El disparo de Argón, El testigo y Dios es redondo, se alojan en busca de un camino y una transformación un ex agente de la CIA interesado en las drogas, un antropólogo que desconfía del uso artificial de los estupefacientes y prefiere las técnicas de meditación de los pueblos originarios, una niña rica que busca experiencias distintas a las que hay en su vida; una mija que está pensando en las posibilidades de otro sistema de creencias; una filósofa que está harta de la pedantería y de la especulación intelectual inútil, y un piel roja.
¿Hotel Nirvana fue la sombra de sus anteriores obras de teatro?
De algunas, porque estrené hace 18 años Muerte parcial, mi primera obra que se puso en escena. Yo ya era un veterano en la literatura, pero un principiante en el teatro, aunque había sido mi amor de juventud. Había escrito teatro en un grupo de adolescentes y presentamos una obra que se llamaba Crisol, en 1970 y 71. Cuando empiezo ya formalmente a escribir teatro, incitado por Regina Quiñones, a quien había conocido como asistente de Ludwik Margules, comienza para mí una nueva variante de la escritura bastante tardía, pero muy provechosa, porque pocas cosas son más interesantes que ser un aprendiz, un principiante. Este fue un regalo que me dio el teatro a los 50 años. Y de entonces a la fecha se han puesto 8 ½ obras mías hasta ahora, estoy como Fellini, una de ellas es una pastorela en microteatro, muy pequeña, dirigida por De Tavira, que no forma parte de las obras de largo aliento. Lee más:
¿Han pesado su obra narrativa o sus incursiones en poesía para escribir teatro? ¿Han pesado en la recepción del público que ya le conoce por la narrativa?
No considero haber incursionado en la poesía, la admiro mucho, he escrito sobre ella, he publicado de pronto un par de letanías —así la llamo yo—, pero no me consideraría a la altura de los grandes poetas que admiro. La poesía es quizás el género que, definitivamente, se me resiste; no me consideraría yo capaz de ejercerlo con plenitud. La pregunta es muy interesante porque no basta tener una idea de la trama o de los diálogos para que eso se convierta en teatro; entonces, muchos narradores han fracasado al pasar a la escena. Porque en el foro las palabras son una forma de la acción, todo lo que ahí se dice desencadena escenas, anécdotas y emociones. En cambio, en la novela, los diálogos pueden contribuir a la información, es decir, al conocimiento de los personajes, pero es la linea argumental la que decide qué es lo que pasa. Y este cambio, este tránsito, no es fácil y no se les da a todos los autores. Desde el principio sabía que tenía que hacer obras de teatro, no tenía que hacer “narraturgia”, como ahora se le llama al híbrido entre la narrativa y la dramaturgia.
En Hotel Nirvana se arriesga usando muchos personajes. ¿Por qué?
Contar con varios personajes tiene que ver con la posibilidad de narrar una historia que involucra a muy distintos destinos. Hotel Nirvana se inspira libremente en las experiencias que hubo en Zihuatanejo en los años 60 guiadas por Timothy Leary para expandir la conciencia. En aquellos años México se convirtió en la “sede mundial de la expansión de la conciencia”. Y como la trama se ubica en un hotel y participan muchas personas, hubiera sido un poco inverosímil reducir esta experiencia a dos o tres personajes, porque, además, una de las cosas más interesantes que suceden con los paraísos artificiales de las drogas es que afectan de manera muy distinta a las personas: hay quien encuentra una iluminación religiosa, quien se entiende mejor a sí mismo o quien tiene impulsos suicidas al encontrar en contacto con un esclarecimiento inesperado. Todas estas cosas requerirían distintas respuestas, que es lo que ocurre en Hotel Nirvana; los personajes pasan por una transformación en las sesiones a las que se someten, y estas transformaciones nos son iguales para todos.
En su teatro hay una fuerte presencia de la música, incluso en vivo ¿por qué?
¿Cuando dices música en vivo te refieres a que estén tocando ahí? Porque no siempre tocan. Hay veces elementos musicales en mis obras; esto cuando tienen que ver con la naturaleza de mis personajes. Por ejemplo, La guerra fría, pues el protagonista es un músico de rock que llega al Berlín de los años 80 siguiendo la estela de Lou Reed y David Bowie, ahí la música es parte consustancial del personaje. En La desobediencia de Marte aparece el astrónomo Johannes Kepler, que creía que los planetas producían la música de las esferas, que el universo era una inmensa caja musical, entonces la música es también importante para él.
En Hotel Nirvana estamos en la época de la psicodelia, que estuvo muy acompañada por la música; entonces, era esencial que hubiera un acompañamiento musical. A mí me ha interesado mucho el diálogo entre la palabra y la música, entre otras cosas, porque la palabra es una forma de la música; o sea, la buena literatura tiene ritmo, eufonía, y se lee de una manera en que entendemos que hay estilos musicales en la palabra. Y en un principio la poesía era recitada y cantada. Entonces no está tan lejos la palabra en sí misma de la noción de ritmo e incluso de música. A mí me interesan mucho esos vasos comunicantes, pueden beneficiarse mutuamente música y literatura. Un caso muy concreto es José Agustín, quien es inexplicable sin la impronta del rock.
¿Cómo recibe sus obras de teatro, como creador y como espectador?
Es un regalo. Porque el esfuerzo de la CNT ha sido extraordinario, empezando por el apoyo de Aurora Cano (actual directora de la compañía); la invitación original de Luis de Tavira. Luego, los actores son excelentes y le han dado nueva vida a los personajes, cosas por momentos insospechadas para mí. La dirección de Antonio Castro es muy dinámica, muy interesante, muy ajustada al texto; es la tercera vez que trabajamos juntos, entonces también es un privilegio. Tenemos música de Diego Herrera, de Caifanes, junto con su hijo Mariano Herrera, y una coreografía muy buena de Andrea Chirinos. Son muchos elementos los que están en juego. Y a mí me parece extraordinario haber podido desatar esta creatividad colectiva, que espero conecte con la cuarta pared; es decir, con el público.
Pero, en el montaje de una obra suya, ¿cómo es el choque entre lo que como escritor imaginó y lo que ve en el escenario?
Siempre es una sorpresa, a veces para bien, a veces para mal. De Hotel Nirvana hay cosas que todavía no conozco, no he visto el vestuario, la iluminación; vi parcialmente la escenografía, que me parece extraordinaria. De modo que todavía habrá sorpresas para mí. Pero, eso siempre es un regalo, porque el teatro debe vivir en escena; no se escribe teatro exclusivamente para la página. Y esa interpretación me parece que es central. Por otro lado, el trabajo con Antonio Castro siempre es muy rico, porque la obra se modifica en los ensayos y en las discusiones. Te cuento que Hotel Nirvana pretendía ser un retrato múltiple, presentar destinos diferenciados. Y a mí se me había ocurrido que el número mágico era 13, porque quería que fuera una última cena psicodélica. Pero, ya en la dinámica con los actores —y esta es una sugerencia de Antonio—, sobraban dos personajes, la obra se iba a diluir con tantos destinos y teníamos que presentar a 11, y eso ya era mucho. Entonces, prescindimos de dos. Eso es un ejemplo de cómo la dinámica de trabajo con otro modifica fuertemente una obra.
En el Arte Teatral de Gaston Batty y René Chavance (FCE) se dice que los primeros actores fueron sacerdotes, porque representaban a los dioses en los rituales. ¿Qué opina de esa relación entre escenario y altar?
El teatro es inseparable del rito, hay siempre un componente ritual en las obras. El solo hecho de que la gente se congregue en un acto de presencia para que ocurra una explosión emotiva, es decir, para que haya una catarsis, es un hecho ritual. Eso lo pudimos constatar muy claramente durante la pandemia, en la que perdimos los actos de presencia. Entonces, estar en contacto con el otro y asistir a la revelación de algo ignorado tiene mucho que ver con la experiencia religiosa. Entonces creo que el teatro es inseparable de eso.
¿Por qué se interesó por Timothy Leary?
Me interesa mucho la contracultura, porque crecí en los años 70 muy influido por la música de rock, que fue el primer impulso estético que entendí, la música de Los Beatles, de Los Rolling Stones. Y me interesó también desde el principio tratar de descifrar los mensajes de los nuevos chamanes de la tribu, de los músicos de rock, y entender lo que proponían, no solamente oír la música. Y el primer trabajo estable que tuve fue escribir los guiones del programa de radio El lado oscuro de la luna, de 1977 a 1981, en Radio Educación, que era un programa de rock que planteaba muchas de estas cosas. El mismo nombre del programa estaba tomado del disco de Pink Floyd, pero aludía a la realidad oculta en todas las cosas. Todo eso me interesaba mucho. Y parte importante de la contracultura fueron las búsquedas de la expansión de la conciencia estimulada por los psicotrópicos. Toda la cultura psicodélica es algo que a mí me ha interesado mucho porque es una utopía que plantea la posibilidad de entender la naturaleza y de entendernos a nosotros como parte de la naturaleza a través de una percepción acrecentada. Esto se puede lograr por medio de la meditación, de la introspección, pero de manera exprés, se puede lograr con el uso de ciertas drogas.
Y hoy en día tenemos una situación terrible en México. Somos víctimas de la violencia generada por el narcotráfico. Y desde aquel entonces, este predicamento, esta disyuntiva, ya había sido planteada, cuando Timothy Leary, que se formó como psicólogo y era profesor de la Universidad de Harvard, pensó en la posibilidad de que hubiera un trato regulado y controlado con los estupefacientes. Él planteó la posibilidad de que México se convirtiera en una reserva de la expansión mental. Y ponía como ejemplo a los pueblos originarios, que han podido convivir con plantas sagradas, que utilizan con fines religiosos y de autoconocimiento y medicinales. Y todo esto podía contrastarse con la alternativa, que era: si no se entendía el tema como un asunto de salud pública y México no se concebía como un santuario regulado de las drogas, no de todas, sino de aquellas que ayudaran a la expansión de la conciencia, entonces todo quedaría en manos de los narcotraficantes. Leary planteó esta disyuntiva en los años 60 y ya sabemos lo que ocurrió: México lo expulsó por presiones del gobierno de Estados Unidos y ahí acabó esta utopía. Me pareció interesantísimo recuperar ese momento en que México era esa apertura hacia las puertas de la percepción, como decía el poeta Wiliam Blake.
¿Hotel Nirvana es entonces una metáfora de México?
Sí, es un espejo distante de lo que estamos viviendo. Con la diferencia de que ahora tenemos destrucción sin utopía. La obra no hace defensa irrestricta de todas las drogas; lo que hace es plantear la necesidad de regularlas socialmente, de entender que la expansión de la conciencia es necesaria y que las drogas sin control quedan en manos de las mafias, tal como ha ocurrido ahora.
Cuando recién murió José Agustín se volvió a poner de moda en el discurso público la palabra “contracultura”. ¿Qué es hoy la contracultura en México?
En todos los momentos hay formas sumergidas de hacer cultura, que no tienen una aceptación dominante. Y la contracultura existe siempre como reverso de la hegemonía de representación que hay en todas las épocas. En los 60 esta contracultura se volvió significativa y empezó casi a ser dominante. Nunca tuvo el poder de las industrias editorial o del cine establecidas, pero logró calar muy hondo en las nuevas generaciones. Y era una contracultura que incluía una utopía de transformación positiva, si se quiere muy ingenua, pero que pretendía cambiar el mundo hacia una mayor armonía con la naturaleza, hacia un pacifismo ajeno al odio, hacia una nueva fraternidad universal, que incluso dio lugar ese nombre a una corriente mística. Todo eso era muy importante.
Hoy hay muchos tipos de contracultura. En el rock hemos visto pasar el dark, el grunge o el punk, distintas épocas y distintos movimientos. Pero lo que sí parece faltar hoy en este mundo, más desencantado que el de los años 60 y 70, es la noción de utopía. Es decir, hay un deseo de romper con el orden imperante, de criticarlo, de cuestionarlo, pero este afán de cultura no necesariamente contrapone un mundo superior de armonía. Quizás ya hay una gran desconfianza en las utopías y la creencia de que se trata exclusivamente de proyectos ingenuos. Pero, bueno, las utopías no mueren, simplemente se transforman.
Antes de Leary vinieron muchos otros extranjeros a México con preocupaciones similares: Antonin Artaud, por ejemplo. Ahora que se cumplen los 100 años de surrealismo hay una obra en el teatro Julio Castillo, El viaje de Breton. Cien años de surrealismo, que nos recuerda que para los europeos México fue siempre esa utopía. ¿Por qué México?
México ha tenido una fuerza enorme, pero por desgracia nosotros (los mexicanos) no solemos verla. Antonin Artaud descubrió entre los tarahumaras lecciones muy importantes de sabiduría de vida que muchas veces los mexicanos hemos pasado por alto. Y lo mismo pasó con Timothy Leary. Él estuvo en México, conoció a Aldous Huxley —que también había estado en México y había tomado peyote y hongos alucinantes—, y entró en contacto con las plantas sagradas de los indios mexicanos, antes de entrar en contacto con el LSD, una droga química que produjo el premio Nobel Albert Hoffmann. México tiene estas múltiples capas de historia y de cultura, y hay una sabiduría ancestral que no necesariamente entendemos nosotros. Fue otro extranjero, por ejemplo, Carlos Castaneda, que se interesó en el yaqui don Juan y escribió libros maravillosos. Por cierto, Castaneda fue uno de las personas que participó en las sesiones de Timothy Leary en Zihuatanejo.
Hay muchos antecedentes de lo que se puede encontrar en nuestro país. En 1994 el levantamiento zapatista volvió a poner el tema de los pueblos originarios en la agenda de la modernidad, diciendo que esto no es algo que pertenece al pasado, es algo que pertenece al presente y hay dosis de sabiduría que no se están atendiendo. Pero, el México hegemónico vive con una mentalidad colonizada pensando que el desarrollo consiste en la imitación de otro tipo de modelos. Y no volteamos a ver los paraísos que tenemos muy cerca. Y entonces Hotel Nirvana dialoga también con ese tema, en la obra aparece esta situación y hay un representante de las culturas originarias.
Parece una contraposición entre los paraísos artificiales y el paraíso que es México en la realidad, en especial en aquella época.
Efectivamente. Hay esa tensión, esa posibilidad siempre perdida. Es uno de los grandes temas de este país dialéctico, que tiene infiernos y paraísos en pugna.
A propósito de las utopías, ¿la literatura, y en este caso el teatro, es utópica, en especial frente a lo que se vive en México?
Sí, bueno, Ricardo Piglia dice que la literatura es la forma portátil de la utopía. Tú entras a un mundo totalmente imaginario, y puedes ver que las cosas son distintas si vives ahí durante un tiempo. La literatura te plantea que siempre hay algo diferente, porque a diferencia de lo que pasa con la historia, con el periodismo, la literatura no solamente trata de lo que sucede, sino de lo que podría suceder. Es el reino de la suposición y de la conjetura. Ese es justamente el mundo de la utopía: algo que nunca puede ocurrir, pero que puede ser pensado.
¿Y no es eso frustrante, decepcionante para un escritor?
No, porque nosotros para transformar el mundo de lo real, necesitamos concebir el mundo de lo posible. La literatura no es una evasión; es plantear que otras cosas son posibles. Y eso, por supuesto, puede tener un efecto transformador en nuestra realidad. O sea: la utopía no se consigue, pero sin pulsión, sin impulso utópico, no hay transformación del mundo a los hechos.
Imagen Portada: LABERINTO | MILENIO