Por José Jaime Ruiz.
Shark tank es un programa que no aburre. Es un programa de entretenimiento y, como tal, es una farsa, una puesta en escena. A mí me divierte la ironía “cultural” de Kevin O’Leary, el feminismo “capitalista” de Lori Greiner, o el “sueño” canadiense-americano de Robert Herjavec. El capital simbólico de Pierre Bourdieu se cumple en la civilización del espectáculo. Simulación y simulacro. El capital en el siglo XXI empata con la “inversión”, romper la “desigualdad” analizada por Thomas Piketty a través del “ascenso” social donde las “ideas” de productos sean sujetas a una “inversión”.
A diferencia del programa estadounidense, los peticionarios mexicanos piden una miseria, lo más que he visto, tal vez, sea una petición de 7 millones de pesos. Lo demás es bicoca, 300, 800 mil pesos. En un país donde la desigualdad es la diferencia entre migaja y baguette, eso se lee anormal, exitoso. No lo es. Tampoco el panel de tiburones son los grandes empresarios del país. Son emprendedores de medianía.
Apunto: El éxito de Carlos Bremer radica en la obesidad de sus reacciones y relaciones públicas; el de Rodrigo Herrera en la esbeltez de su mestizaje: la mirada de codicia lo delata; caminar como emprendedora –hay que ver cuando sale de su silla– supera a Patricia Armendáriz; el peso de Carlos Slim le joroba a Arturo Elías Ayub su corporalidad financiera y, sin embargo, es el showman.
No sé si la ilusión o la confusión le gane al futuro del niño Franco Arturo Canseco. El mejor programa, por su postproducción, confrontación y talento ha sido este episodio final del jueves pasado. Conjuntaron y conjugaron todo: una madre amorosa, un niño “prodigio”, un producto menor para el insomnio, la pijama de Arturo: bullente civilización del espectáculo.
¿Qué resultará de ello cuando todos los tiburones ofrecen sus mandíbulas al tiburoncito? Algo claro, video. Carlos Slim de nuevo gana.
@ruizjosejaime