Vi la película hace muchos años. Es un viejo western de John Ford. En español lo titularon Centauros del Desierto. El vaquero rescata a su sobrina, huérfana, secuestrada por los indios. La última escena es mítica: John Wayne regresa al rancho, con la niña en brazos; la menor vejada, humillada, maltratada, pero viva. La entrega a su familia. Y se aleja, caminando por el desierto.
Tengo en brazos a mi sobrino. Han querido herir sus derechos de menor. Entes extraños han hincado sus colmillos sobre nosotros. No, contra los niños no. No se vale. La triste naturaleza humana. Y el dolor. Y el perdón. El sufrimiento que se comparte como forma del conocimiento. El sufrimiento como la más alta escala del amor.
“No veo tío”. Pues es natural: te untaron vaselina en los ojos, para que no se te irriten si los abres en la operación. “No siento los dedos, tío”. Pues es obvio: están apretados por la venda. Pero te los palpo, y sientes mi mano, mi calor.
Bajo al primer piso del hospital. Es media noche. Los pasillos solitarios. Entro a una pequeña capilla. Un hombre viejo, abatido, en una banca, habla por su celular: “¿y cómo habría de apartarme de ella si la amo? ¿Cómo no atenderla en sus últimos momentos si yo la elegí como mi compañera de vida?”.
Cuelga y llora. Me siento a su lado. Juntos, mirándonos como dos desconocidos, buscamos las mismas respuestas. Él también carga en sus brazos a esa mujer que no conozco, pero que es mi prójimo. Igual yo soy su prójimo; compartimos el mismo dolor.
Regreso con mi sobrino. Ahora es él quien palpa mi rostro. Me acaricia mis pómulos, limpia mis lagrimas. “Todo estará bien, tío, no te preocupes, yo estoy bien. De verdad estoy bien”.
No, no soy yo quien carga a mi sobrino entre mis brazos cansados. Es mi sobrino quien me carga a mi. Y me regresa a casa, con los míos, al encuentro de la redención.